La eternidad son los recuerdos. Novela. (cap 2)

in #steempress7 years ago (edited)

Mi madre tenía una casa vieja emplazada en los alrededores del campo que me había legado cuando murió, la casa de su niñez. Había ido a arreglar los trasmites. Además, allí vivía un pariente mío de los que asistieron al funeral y hace poco conocía de su existencia.

La casa estaba alejada del pueblo y se encontraba en un estado deplorable y de dejadez. Había muerto hace tiempo, pero no había tenido la suficiente fuerza para resarcirme de la desgracia, para aceptar mi sino, hasta ahora.

Mi tío me había ayudado de solicito, a finiquitar el asunto, ofreciéndome su casa para pasar las semanas allí cómodamente, recomendándome que vendiera a manos expertas que podrían lucrase fácilmente del barbecho sin arar. Pero yo no me podía desprender de la Casa. Quería saber que había un recuerdo palpable por ahí, que no todo era cuestión de memorias

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La casa de mi tío se encontraba céntrica, tenía esa fachada de estilo coloquial que parecen retratadas por un pintor anónimo y vendidas en la plaza de cualquier pueblo. Ése aire de otra época.

Mi tío vivía solo en aquella casa de dos pisos que no pecaba de vanidad, aunque tenía unos muebles de madera negra que eran muy lujosos y era la mejor de la comarca, a pesar de todo, toda la casa tenía un aire hogareño.

Él era un buen sujeto, su esposa había muerto hace tiempo y estaba enterrada en el paredón familiar en las cercanías, no habían podido tener hijos, y aunque mi tío trasparentaba una dignidad y orgullo férreos en sus gestos y ojos, en ocasiones, caían en una débil añoranza cuando me hablaba con aire paternal. Me gustaba su compañía, no era muy hablador pero siempre tenía la palabra justa en los labios, como una cualidad para sintetizar verbalmente situaciones, era muy respetado entre los circunvecinos escasos que había por un defecto y una virtud de decir la verdad, pero no la verdad con tiznes de sutileza que se añaden tantos elementos que se deforma si no la verdad que se escupe en la cara.

Aquella madrugada que había sentido a Elena tan cerca él se encontraba en su faena diaria en los campos y la casa parecía más solitaria que de costumbre.

El cielo estaba cegado por unos espesos nubarrones, los abetos crecían como figuras larguiruchas y raquíticas paseándose a lo lejos. El campo yacía calmo ensombrecido bajo la luz negra del cielo, se expandía hasta donde se perdía la vista la cosecha de maíz. La maleza se balanceaba a las ráfagas de viento del este y exhalaba un olor a madreselva. Las colinas recorrían el horizonte en líneas negras de un dibujo mal borrado, parecían la espina dorsal de bestias aletargadas.

Al mediodía el cielo sufrió una metamorfosis y los rayos perpendiculares invadían el vestíbulo. Rosa, la sirvienta de mi tío, se agitaba con sus amplias caderas recorriendo la casa y limpiando de manera imperceptible. Era gruesa y de cara fofa, tenía una cicatriz en el mentón que siempre yacía sepultada bajo la sonrisa sempiterna que le colgaba de los labios.

La puerta delantera se abrió y apareció mi tío, alto y encorvado, con un sombrero sucio de tierra calado en la frente. Sus gruesas botas retumbaban en el piso de madera mientras llegaba al vestíbulo.
Estaba sentado en un sofá cuando su figura irguiéndose ante mí me dedico una mirada cansada y decaída, con ese brillo de animal penitente pronto a la última estocada.
— ¿Cómo has estado? ¿Te encuentras bien? —preguntó con esa voz de eco tocándose la hirsuta barba negra y sucia.
— Si, ya estoy surgiendo.
— ¡¿Rosa la comida está ya lista?! — Gritó sacudiendo la casa con ese tono autoritario— Muero de hambre.
Rosa alargó su cabeza con su cabellera rubia amarrada en un moño detrás de la pared del comedor. —Ya está servido —carraspeó con su voz sumisa mientras desaparecía tras la pared de nuevo.
La comida en efecto estaba servida y se veía apetitosa, nos sentamos todos en la mesa grande.

A la mitad del almuerzo miré a la ventana que se elevaba frente a la mesa y recorrí con la mirada la inmensidad del cielo, el sembradío verde oscuro que oscilaba al suave murmullo de la brisa y al piar melódico de los pájaros. Me invadió una esperanza de pertenecer a la tierra rojiza y húmeda del camino, de fundirme con esa entraña verde que parecía flotar cadenciosa y ser libre entre el viento que mecía arrullando las campanas puestas para adornar el portal de la entrada.

La mirada de mi tío se dirigió a mí, tenía la cara alargada y unas ojeras que trasparentaban bajo la palidez de su piel, los pómulos sobresalían de su rostro, tenía una cara triste y demacrada pero aun así sonrió, con una risa fracasada que intentaba parecer radiante.

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—¿En qué piensas? En... ¿tu madre? —me dijo seco, agolpando la tragedia en una palabra.

—No. Pensaba en la plenitud que resalta en el campo, es como un monasterio. Provoca salir a repartir pan a los mendigos.

Desde el fondo de sus ojos negros exhaustos llameó la mirada de padre que nunca fue, y una sonrisa se distinguió en su cara.

— ¿Por qué sigues pensando? El mundo se cansó... el mundo ya no piensa. He pasado intentando ayudar, salir a repartir paz a los mendigos, pero todos creen que debo robarles y se largan. El mundo no piensa hasta teme ser ayudado.

—Podrás salir a pregonar abiertamente en aquellas casuchas de barro que pueden y deben tener una tierra mejor y una mejor vida.

— ¿Has escuchado lo que le paso al conde Tolstoi? Intentó regalar sus tierras sin contribuciones, solo donarlas y se las rechazaron. Los trabajadores no la querían —se detuvo y me contempló en silencio antes de suspirar—. ¿Crees que ellos quieren oír que si su situación continúa igual van a morir antes de los treinta cinco años? A ellos solo les importa tener el dinero suficiente para emborracharse en la próxima esquina. ¿Por qué sigues pensando? Yo antes pasaba horas y horas cuestionándome como mejorar su estado pero por uno que ayudaban venían diez a vituperar que podía haberlo hecho mejor. Y por más dadivoso que fuera siempre venían manos ávidas a querer más. No pienses más, el mundo se cansó de pensar. Tienes que hacer tu estadía terrenal lo más placida posible, no se piensa ya no es para nuestros tiempos.

Todos viven como tratando de encontrar la muerte en su mayor comodidad pero ¿Pensar? Ya dicen por ahí que la ignorancia trae felicidad.

—Hay que ayudar al prójimo, a los pobres.

—No puedes ayudar a quien se niega a ser ayudado. De hecho seria violencia, someter a ayudar a quien no la quiere.

Respiro profundo y las venas del cuello se le marcaban en la piel curtida. Reanudo su comida y las mandíbulas resaltaban en su quijada. Ya terminábamos de almorzar cuando se detuvo, levantó una cabeza de coyote hundido en el desierto, atemorizado y me dijo

— ¿No has pensado en la muerte? A veces creo que es un campo subjetivo, que la muerte no es igual para todos que cada uno tiene su muerte —asentí—. La mía seria el olvido, la nada. Creo que ni puede tener una concepción de hipótesis, porque mi muerte es la muerte de todo, sin consciencia de tu paso en este polvo, el olvido de ti mismo. Tenía esa mirada perdida y se enseñoreaba en la contemplación del heraldo, de los árboles y de la claridad del cielo. —La estoy matando... o sea no físicamente —y las lágrimas barrían el sucio de su cara mientras caían en el mantel blanco. Negras y húmedas—. Hoy pase por la pequeña heladería del pueblo, a veces iba para recordar a Sofía —Sofía era el nombre de mi mamá, no quería pensar en ella, oír su nombre era como que recordaran una desgracia y sus heridos—. Y entre, antes recordaba nítidamente el sabor de su helado favorito pero hoy no, no tenía idea de cuál era, y me exaspere. ¿Cómo no iba a acordarme si toda la tarde nuestro padre nos consentía con un helado allí? Pero no tenía ni idea, y no solo con esto. La otra vez olvidé su sonrisa, no recordaba a verla visto sonreír nunca, busque una vieja fotografía gastada en donde salíamos más pequeños para hallarla sonriendo, yo tenía como el recuerdo del recuerdo. No sé si me entiendes. No obtenía el saber de cómo era pero tenía la sensación de que era espectacular. Cuando la vi en esa fotografía su sonrisa me pareció antinatural, no podía ser ella, ella debía tener la mejor del mundo pero ¡me encontré con una sonrisa normal que no había visto antes! No quiero olvidarla, quiero una malla para atraparla. Si un día la olvido ese día la habré matado finalmente.
El plato estaba vació sobre la mesa, el tenia las dos manos vigorosas en el regazo y negaba silenciosamente, parecía más viejo y derruido a la luz blanquecina que entraba por la ventana. Se levantó y se quedó a la mitad de irse, paralizado.
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—Lamento hablar de tu madre, sé que es un tema doloroso. Sólo te pido que no la mates volviéndola olvido. Porque la eternidad no se la gana uno mismo se la otorgan los demás.
El comedor era amplio, la mesa de ébano me separa de él, la lámpara alumbraba de manera amarillenta y era apocada por la brillantez que entraba por la ventana. Había unas casitas decoradas pintorescamente, de artesanía. A la luminiscencia que se proyectaba por la estancia mi tío pareció de arena. Tenía una camisa marrón llena de barro por todas partes, las botas altas y tenía la apariencia de haber salido de algún aislamiento.

No dije nada, solo lo mire. Y... me sentí impropio, impío, como si profanara algo sagrado. La ventana aun retrataba el paisaje de aquel mar verde que parecía albergar una naturaleza indómita que descasaba en paz, los ladridos de los perros y a Rosa lanzando una pilastra de agua sucia a la tierra rojiza, pero yo me sentía sin lugar, que no perteneciera a aquella grandeza, como si no debiera estar allí.

Mi tío se acercó a la ventana, tenía cara de caudillo desterrado o mártir olvidado por la causa, su persona obstruía el paso de luz y parecía un mar dividido por la mitad, la sombra le caían por los costados. Se giró y pronunció como en una letanía
—Porque la eternidad no se la gana uno mismo se la otorgan los demás.
Salí, dejando a aquel tirano reflexivo en el comedor viendo hacia la ventana.



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Muy buena prosa, deberías participar en concursos, hay muchos por esta red social. Te felicito, pero tuve que leer la parte 1...