Calles

in #steempress6 years ago (edited)

Para los que solemos utilizar el trasporte público cuando la mayoría de la gente ya recogió sus negocios, se atrincheró en su casa o agradecen no estar tan tarde en las calles, entendemos que existe otra ciudad. Una que ha ido fraguándose durante el día. No es difícil intuirla en el mediodía caluroso, donde todo es desorden y ruido. Ya la marea de furia suele presenciarse en algún tukky recostado de la pared con el bolso cruzado de lado, en la agitación de “tocoron” como les dio por llamar al mercado municipal o en esa atmósfera de recelo que, como una gasa, cubre todo. Pero solo cuando los vagones se van llenado de esa especie que duerme y consume violencia, muestra su rostro triturado; prostitutas mal maquilladas que contornean sus caderas a los vaivenes del vagón muertas de risa, policías vestidos de civiles luciendo sus pistolas pegadas a la correa, malandros regenerados predicando la buena de Dios, vagos vendiendo dulces y artesanía, discapacitados arrastrándose por medicina y comida, madres solteras con niños pegados al seno, milicianos impartiendo reglas y ordenes, sin saber que en ese mundo que acaba de iniciarse, nada de eso sirve. Allí, en ese submundo de ratas, todo está regido por las anticipaciones, por los santos a los que les guindamos la vida, a la supervivencia. Cuando la voz cacofónica del operador anuncia la última estación, abandonad toda esperanza. Nos agolpamos en las puertas y ya comienzan las miradas de reojo, la angustia de saber que hay allá afuera, las caras ensombrecidas, los ojos rojos. Mis amigos me relatan anécdotas de sus travesías por esa cara oculta que inauguramos los que llegamos de noche. Sin embargo, mienten; ninguno de ellos me ha podido describir la sensación de salir en la Independencia y encontrarse calles oscuras, sin luz pública, solo llena de luces rojas de las motos que transitan. Ni la agitación peligrosa de los grupos reunidos en las esquinas. Ni la desesperación de aguardar en una parada un tiempo infinito hasta que pasen autobuseros piratas en camiseta y bebidos. En sus historias no están los ojos que rehuyen el contacto, ni la venta de sopa en ollas hirviendo en fuegos de periódico. No abunda la violencia, entonces sé que mienten. Los que vagamos por las avenidas atestadas de basura y de niños que se disputan con los perros las sobras de la frutería, de la fachada de edificios grises con personas fumando en el recuadro de la puerta, vemos a los turistas. Los ves cerca de las líneas de taxis desesperados, llamando una y otra vez, para que los rescaten de aquel lugar inhóspito. Sin saber que las cosas no funcionan así. Es como si alguien te sostuviera la cabeza para ver todo, no te pierdas nada. A los cristianos con voz enchumbada de aguardiente predicando en la plaza, algún carro estacionado bajo una farola parpadeando con adolescentes riendo y bailando, el regateo con los trasportistas. No han podido aceptar aún que no se puede escapar. Comienzas a entender las reglas tacitas. Nunca te sientes en un autobús de última hora, es más fácil que te roben. Si alguien te persigue no huyas tan rápido, mantenle el paso y, cuando se confié, entra a algún lugar abierto. Aunque duden, siempre los hay. Siempre hay una panadería o un bar con un portal salvador. Antes de subir, mira al colector, si te da mala espina, olvídalo, espera otro. Y por nada del mundo te detengas. Bienvenido a la Furia. Si sales vivo, anímate, cuéntanos.

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