Nicolás | Relato
—Los jóvenes de hoy en día no saben nada de la vida— Decía constantemente mi abuela con su irritante vocecita, mientras que yo jugaba en la computadora — ¿Usted cree que los niños antes tenían tiempo para jueguitos? — Hizo una pausa prolongada como siempre que sentía que le venía el asma — No señor, uno tenía que salir a trabajar para darle de comer a ustedes. Y ahora le prestan más atención a un juego bobo que no les enseña nada.
Yo desde hace tiempo que no la oía, mi abuela era generalmente así. Una vieja que no tenía nada mejor que hacer con su vida que meterse en la de todos los demás y moverse de adelante hacia atrás en su vejestorio de silla mecedora, escuchando la radio durante todo el día.
Antes, yo solía molestarme muchísimo; sentía mi corazón bombear con mucha fuerza y eso se manifestaba en un brillante color rojo que adornaba por completo mi cara y cuello. Cuando ella veía esa reacción en mi el rostro se le iluminaba de una manera macabra, ya que sabía que iba por buen camino en el arte tan apasionante para ella de molestarme. Cuando le daban sus dolencias de señora mayor y su médico no la dejaba salir a hablar con los vecinos, su diversión consistía en hacerme rabiar hasta el punto de llorar.
Tras tres años, a los doce, ya era un experto soportando sus molestas palabras haciéndome de oídos sordos. Y como mi mamá estaba trabajando, no tenía ninguna otra opción más que ignorarla.
Pero, por desgracia ese día, ella dijo las palabras que jamás debió de decir. Hablo de mi difunto padre, no sabía si alguna vez había hablado de él, al menos no lo hacía en mi presencia. Ese día, notando que nada lograba perturbarme, dijo las frases que ni siquiera queriéndola muchísimo, le habría perdonado.
—Usted es igual a su papá, un grosero que por ser de buena familia creyó que podía hacer lo que le diera la gana en esta vida. Seguro le va a tocar morirse igual que a él, como un perro. —Alzo los hombros con desdén y evocó con fuerza una risa sarcástica— bien merecido que se lo tenía. — Yo sentía la sangre hervir dentro de mis venas, mi enojo hacia que mi de por si pálida cara se pusiera del color del tomate, ella sonreía con suficiencia y como tenía por mala costumbre, continuaba agregando más comentarios hirientes.
En mi mente repetía las palabras de mi madre “Se paciente mi niño, ella es lo único que tenemos” de esa manera, lograba tranquilizarme —Y su mamá, bueno mas bruta no me pudo salir esa muchacha. Que lastima que sea la única hija que me queda. Los de la vecina, de esos si estaría orgullosa. ¿Adónde esta ahorita Josefina? Por Europa gastándose el dinero que le mandan los hijos cada semana sin falta. Ella no se lo merece. ¡Yo si he pasado trabajo en esta vida! Ella en España y yo pudriéndome en una casa que compró mi marido hace cuarenta años, a demás cuidando a un niño malcriado y malagradecido ¡Que si no fuera por mi estarían en la calle tú y tu mamá!—Cuando dijo la última frase reaccione, no pude contenerme más.
Me aparté de la computadora de golpe y me lance sobre ella dándole una cachetada en la mejilla que me dejó la mano ardiendo. Ella giro la cara, dejándome ver una pequeña gota de sangre en el contorno de su boca. Me miro con esos ojos color ámbar, que en ese momento lucían profundamente enfadados, de pronto me dio un empujón que me dejo tirado en el piso.
Me sentía humillado, básicamente por dos cosas, una era que una mujer de setenta y cinco años me había derrumbado con una facilidad impresionante, y la otra era que acababa de golpear a una anciana. Aunque, en ese momento la rabia contenida era tan grande que el que me hubiera tirado al suelo era lo que hería en sobremanera mi orgullo.
— ¡Niño insolente! No eres más que un falta de respeto ¿Cómo te atreviste a golpearme? — Dijo hipando una y otra vez, mientras que se alzaba sobre mí levantando la palma asegurándome que me iba a golpear muy, muy fuerte.
Cerré los ojos, recordando momentos felices con mi madre y mi padre. Antes de que mi papá muriera, antes de que estuviéramos tan quebrados como para tener que mudarnos con mi abuela. Mucho antes de crecer un poco y tener que entender a temprana edad que la vida nunca es tan sencilla como parece.
Cuando abrí los ojos me tope con el cuerpo de mi abuela, con sus malignos ojos ámbar observándome, pero de una manera diferente. Sin ningún brillo, sin vida. Es que para mejorar la situación, acababa de matar a mi abuela.
Inmediatamente me asuste comencé a moverle el hombro, le grite en el oído pensando que si se despertaba me esperaría una buena paliza, pero valdría la pena. Estire las arrugas de su gordo rostro, le golpee la cabeza levemente y hasta le aplique esa estrategia de reanimación cardíaca que con tanto afán me habían enseñado en el colegio.
Por último sin saber que más hacer me senté a llorar al lado de ella. ¿Qué le iba a decir a mi mamá? ¿Me mandarían preso? ¿Qué iría a pasar conmigo? Empecé a pensar en las series de televisión que tanto me gustaba ver, esos policías americanos, rubios platinados de ojos azules que resolvían todo tipo de caso. ¿Mandarían uno así para acá? Ellos me descubrirían, si podían con robos y secuestros ¿Por qué no iban a poder con abuelitas muertas de una manera extrañamente sospechosa?
Entonces, en ese segundo se me ocurrió que sería una buena idea escapar. Huir de casa, ser un fugitivo de la ley, siendo siempre libre, mandando al traste la cotidianidad de una vida enmarcada por los límites de la sociedad. Viviendo todo tipo de aventuras como los personajes de mis lecturas favoritas.
Ahora que relato mis memorias, se que por supuesto era una tontería ya que jamás en la corta vida que llevaba había salido, si quiera solo de casa. Pero en mi mente de niño estaba en contra de cualquier lógica diciéndome que aun así, la mejor opción era tomar el riesgo.
Tome la mochila del colegio y metí dentro unos enlatados, un paquete de galletas, un frasco de mermelada y un trozo de carne del día anterior, cosas que suponía durarían muchísimo tiempo.
Luego procedí a guardar mi libro favorito por aquel momento, una vieja edición que mi mamá tenía de cien años de soledad, una novela fantástica que me había regalado apenas unos meses atrás. De vez en cuando me gustaba pensar que los Buendía eran muy parecidos a mi familia, que habían vivido un siglo sin amor. Me encantaba imaginar que mis padres eran como Amaranta Úrsula y Aureliano Babilonia, los primeros que aun siendo familia realmente se amaron en cien años. Pero luego entendía que muchas cosas eran diferentes. Habiendo mi familia desaparecido en vez de cien años, en unas cuantas décadas.
Me levante de la silla de la cocina con los ojos húmedos otra vez. Termine de empacar mi nueva aventura entre los libros y las fotos de mi mamá y mi papá, limpiándome la cara.
Hice una nota mental, una de esas cosas que debes de tener en cuenta. Me prohibí llorar nuevamente. Esa sería mi primera norma como un chico libre. Porque, de todos modos ¿De que servían las lagrimas? Salí de la casa pensando en una sola cosa:
Por mi posesión más preciosa, mi nombre, el que había heredado de mi padre, Nicolás, yo juraba ante Dios que asesinar accidentalmente a mi abuela, solo sería mi primera gran aventura.
Fuente de las imágenes
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