Una madrugada, Hilde bajó a cocinar. Al ser la que tenía el hábito de levantarse antes del amanecer, sobre ella cayó la responsabilidad de hacer el desayuno y preparar las cosas de los demás antes de ir a despertarlos. La mujer de veintidós años estaba cocinando cuando vio a una persona por el rabillo del ojo.

Conteniendo su miedo, Hilde giró la cabeza sin dejar de batir la mezcla sobre el fuego. Al no ver nada, devolvió su atención a la tarea. A partir de ese momento, Hilde y sus primos empezaron a sentir presencias extrañas, cosas fuera de los lugares donde se suponen que deberían estar.

Al preguntarse entre ellos la causa de los objetos colocados donde no deberían. Mark era atormentado por imágenes de pesadilla mientras dormía, lo cual mermaba la calidad de su sueño y le hacía rendir menos en el trabajo.

Una noche, las tres mujeres escucharon gritos del cuarto de Mark y fueron corriendo a ver qué ocurría. Al entrar, vieron que Mark estaba de pie mirando hacia una esquina.

—Miren, —dijo con la voz temblando— por allá.

Las tres mujeres siguieron la dirección a la que su dedo señalaba y lo vieron.

Una figura humanoide que levitaba, los observaba con intenciones claramente aviesas. Fluffy, el perro que adoptaron hace cinco años, ladraba hacía la esquina donde el espectro se ubicaba.

Tenían dos opciones: vivir con el intruso o llamar al cura por ayuda. Mientras se decidían por alguna de ella, se preguntaban cuánto costaría pagarle a algún religioso por echar al espectro de la casa.