**El faro y la tormenta**
La primera vez que Lucas vio a Elena fue bajo la lluvia. Ella estaba parada al borde del acantilado, con el viento agitando su vestido azul y el cabello castaño pegado al rostro. Desde lejos, parecía una figura fantasma desafiando la tormenta que se avecinaba sobre el pueblo costero de Marbella. Él, recién llegado para trabajar en la renovación del faro abandonado, no entendía qué hacía alguien allí, en medio del peligro.
—¡Baje de ahí! —gritó, corriendo hacia ella mientras las primeras gotas frías le golpeaban la nuca.
Elena giró lentamente. Tenía los ojos color tormenta y una cicatriz plateada en la mejilla izquierda que no lograba opacar su belleza.
—No me gustan las órdenes —respondió, pero bajó de la roca resbaladiza.
Así comenzó todo.
Lucas descubrió que Elena era hija del antiguo farero, un hombre que había muerto diez años atrás intentando salvar a un barco durante un temporal. Desde entonces, ella vivía en una cabaña cercana, pintando acuarelas de barcos y vendiéndolas a los pocos turistas que llegaban en verano.
—¿Por qué renunciaste a estudiar arte en la ciudad? —le preguntó él una tarde, mientras ayudaba a reparar el tejado de su casa.
Elena mezcló azules en su paleta antes de responder:
—Mi padre siempre dijo que los faros no sirven si no hay quien los cuide. Alguien tiene que recordar.
Con los días, Lucas aprendió que detrás de sus palabras duras había una mujer que coleccionaba conchas marinas, que cantaba canciones en italiano mientras cocinaba, y que escondía chocolates bajo la almohada. A cambio, él le hablaba de su infancia en Sevilla, de su madre enferma por la que trabajaba sin descanso, y del sueño de convertirse en arquitecto naval que había enterrado bajo facturas y turnos dobles.
Una noche, mientras compartían una botella de vino tinto frente al fuego, sus dedos se rozaron al alcanzar la misma copa. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier confesión.
Pero el amor en Marbella estaba tejido de salitre y ausencias. Lucas tenía contrato hasta septiembre. Elena jamás abandonaría el faro.
—Podríamos intentarlo —susurró él meses después, trazando la cicatriz de su mejilla con los labios—. Hay otros pueblos con faros.
Elena se apartó. Afuera, el mar rugía.
—No todos los naufragios son de barcos —dijo.
La mañana que Lucas partió, dejó sobre la mesa de la cocina un dibujo: el faro restaurado, con dos siluetas abrazadas en la cúpula. Elena lo guardó en su caja de acuarelas, junto a la foto de su padre.
Pasaron dos años. El faro volvió a funcionar, pero ahora con tecnología automática. Elena seguía pintando, aunque sus cuadros mostraban cada vez más ojos verdes escondidos entre las olas.
Una madrugada de noviembre, cuando el temporal más feroz en décadas azotó la costa, el sistema eléctrico falló. Las olas devoraban rocas mientras los barcos lanzaban señales de auxilio. Sin pensarlo, Elena corrió hacia el faro con una linterna y su vieja llave.
La escalera de caracol crujía bajo sus pasos. Al llegar a la sala de lentes, encendió la lámpara de emergencia manual, gritando contra el viento instrucciones que su padre le había enseñado. Fue entonces cuando escuchó pasos tras ella.
—Nunca aprendiste a pedir ayuda —dijo una voz que creía olvidada.
Lucas estaba empapado, con la cicatriz de una quemadura reciente en el antebrazo derecho y una maleta llena de planos de faros abandonados.
—El de Galicia necesita restauración —agregó, quitándole la linterna temblorosa—. Pero primero, salvemos este.
Juntos, como si el tiempo no hubiera pasado, mantuvieron la luz girando hasta el amanecer. Cuando los primeros rayos de sol rompieron las nubes, revelando barcos a salvo en el horizonte, él le mostró un cuaderno: dibujos de faros convertidos en casas, con estudios de arte anexos y huertos de lavanda.
—Podemos cuidar muchos faros. O solo uno. Pero juntos.
Esta vez, Elena no se apartó.
Ahora, cuando los pescadores pasan cerca del acantilado, ven dos siluetas en la torre: ella pintando, él reparando ventanas. Y en las noches de tormenta, cuentan que la luz brilla más fuerte, como si el amor también pudiera guiar a casa.