EMPLEO MÍNIMO 1ª Parte
Me identifico con el Sur de Chile. Húmedo, frío y oscuro y no especialmente tranquilo. Siempre hay sonidos de la lluvia casi eterna, el viento que hace sonar los bordes de las latas de la techumbre, los agudos silbidos que emite el aire al colarse por alguna rendija y los golpes sin origen preciso en los muros de una siempre precaria vivienda.
Hay veces que caen franjas luminosas en medio de la penumbra como si alguien eligiera un trozo de mar, de selva fría o de una colorida choza sin un claro propósito. De vez en cuando hay manifestaciones exageradas de fuerza que se traducen en enormes mantos blancos de nieve y hielo o de cascadas sin principio ni fin de moles de agua que caen sobre todo lo existente y finalmente recibe el sufrido y barroso mallín que allá llaman suelo.
Con mi familia amamos ese sur. Nos fuimos con muy poco dinero y confiando en contactos y parientes para aterrizar en un lugar irreal de tan hermoso.
Pero no nos decidimos a irnos así nada más. Habíamos tenido un camino demasiado arduo buscando empleo o simplemente alimentación en la gran capital, que en ese momento, década del 80, pasaba por el proceso impuesto por la dictadura militar, de crecimiento económico y limpieza política que nos había arrinconado en la pobreza.
Podríamos sobrevivir apoyados en mi reciente título profesional y la rapidez y adaptación de mi esposa más dos hijos pequeños que eran felices a pesar de todo. Pero los malos momentos y la escasez de casi todo se abatió en nuestra población, sumado a un pasado de participación política en el derrocado gobierno popular.
La persecución no se restó solamente a los apresamientos, también a través de rumores y advertencias directas presionaba a los que podrían dar trabajo a gente de oposición al gobierno, y me vi obligado a buscar trabajo peregrinando en muchos lugares en los que no sabías si te rechazaban por asuntos políticos o por falta de cupo. Finalmente acudí al último recurso que había sido creado para ciudadanos como nosotros, el POJH (Programa de Obras para Jefes de Hogar), una extensión de los programas de empleo mínimo dirigido a la gran masa cesante que pululaba en el sur poniente de Santiago de Chile.
Cargado de frustración me presenté en la Municipalidad de Pudahuel, que había organizado una infraestructura de pequeñas oficinas que atendían a una confundida y resentida masa de pobladores.
Salí de allí convertido en jefe de un “proyecto” conformado por 300 personas y con la función de construir pequeñas sedes comunales.
Contaba con un montón de obreros que a esas alturas nunca habían visto un contrato, sólo changas y trabajillos eran su sustento y éste parecía ser otro más. También había profesionales con una cesantía patológica, de mirar torvo y actitud depresiva.
Pronto se inició una rutina de salidas a terreno, llegada de materiales, almuerzos en olla común y borrachos dormitando escondidos bajo unos tablones. Usualmente llegaban a la obra miembros de las respectivas familias a consumir los fideos con tomate que brotaban de los cazos interminablemente.
El día de pago era acontecimiento. Se formaba una feria muy especial fuera de los muros de la municipalidad. Conscientes que los trabajadores ganaban muy poco, los comerciantes reducían las cantidades de sus productos y los acomodaban a la realidad económica. Así aparecían ataditos de unos pocos fideos, unos diez fósforos, bolsas menudas de porotos, dos o tres papas, bastante calzado usado, y otras menudencias. Pronto se iban a casa con un montón de esas pequeñas vituallas y sin nada ya de salario.
También se amontonaban a dormir la borrachera afuera de la cantina situada en la vereda de enfrente los que decidían gastarlo todo ese día, al mismo tiempo iban siendo despojados de sus zapatos y pantalones conformando una grotesca fila de cuerpos.
Constantemente buscaba trabajo y pensaba en el Sur.
El ambiente empezó a ponerse violento con el asesinato de un coronel que acertó a realizar una visita a la comuna. La reacción del gobierno fue brutal. Se multiplicaron las patrullas militares y la vigilancia con ataques a las poblaciones. En ese clima llegó el 11 de Septiembre, día militar por excelencia. Las autoridades estaban preocupadas por el descontento general pero querían a todos los trabajadores desfilando por la Alameda y que escucharan el discurso de Pinochet, puesto que también tenían presiones de las autoridades.
Planificaron entonces una enrevesada jornada en la que recibiríamos un pasaje de microbús, nos subiríamos a ellos en un sector de la calle ya indicado, nos llevarían a cuatro cuadras de la Alameda, descenderìamos y nos dirigiríamos a ocupar un lugar entre la gente a ver pasar al General.
En el día indicado todo salió mal. No tomaron en cuenta que éramos más de cinco mil personas. Un grupo nos situamos cerca de la fila de microbuses con La de inquietud por la cantidad de tipos raros con bultos en el sobaco, botas y gafas oscuras que nos gritaban órdenes. En el primer microbús se subieron una veintena de obreros guardados en las dos puertas y al interior por cuatro de los guardianes. Sin embargo se pusieron a gritar contra el gobierno y salieron con toda su bulla. Luego supe que no los soportaron y los desembarcaron en una comisaría cercana.
La siguiente micro traía un chofer tiritando de miedo, nos pusimos en la fila para subir y se empezó a sentir un coro infernal de golpes en las carrocerías de un grupo de camiones que se acercaban. Eran los trabajadores de la Laguna Carén que los traían sobre esos vehículos. Desde nuestra fila salió entonces un proyectil que golpeó el parabrisas con suavidad pero causó un arrebato en el conductor que maniobró violentamente para salvar su vehículo, pero le llegó una lluvia de piedras que no dejó vidrio por romper, ese microbús y todos los demás huyeron lo más rápido que pudieron hacia todos lados.
En la batahola vimos un enorme bus verde que dobló una esquina y se acercó hasta nuestro grupo con un policía en su puerta apuntándonos con su arma. Disparó sobre nosotros y nos pusimos cuerpo a tierra. En la desbandada que siguió corrimos entre los edificios cercanos y las calles con balas y balines zumbando en todas direcciones. Un chico de mi grupo perdió un ojo con un balín y otro cayó con herida de bala. Fue la peor asonada ocurrida durante la dictadura. Los incidentes se sucedieron en todo el país. Murieron 100 personas ese día, entre los que se oponían al régimen y los inocentes por balas perdidas.
Ilustración propia
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