El repique - Historias del Bestiario #1 - El Silbón (Colaboración con @edenci)
Encendió el cigarro, lo acercó a sus labios e inhaló el humo mentolado. Sentía la calma volver lentamente a su cuerpo a medida que la nicotina era absorbida por sus pulmones. El cigarro después del sexo era como el café negrito por la mañana; rico, carajo.
Volteó a ver la cama donde aún yacía su acompañante, quien miraba la pantalla de su teléfono, despreocupada. Una chiquita joven, de esas señoritas de campo que apenas han oído hablar del sufragio universal. Un caramelo, pues; como su Victoria, pero sin las conexiones mercantiles que lo ataban al matrimonio.
Tras algunos movimientos violentos del dedo sobre su celular, la joven levantó la mirada hacia él. “Jeremías, creo que el sitio de parrillitas ya debe estar abriendo. ¿No quieres rellenar el tanque?”. Chica práctica. Una de las varias razones por las que se había sentido atraído por ella.
Entendía las prioridades.
“Hambre tengo; lo que no tengo es tiempo. Ya son las 4:00pm y yo ni he salido de Bolívar”. Otro jalón mentolado. No quería tener que inventarle algo al suegro si llegaba tarde a la cena; el General Villarroel era perspicaz, y grandes mentes pensaban parecido. “A Caracas iré a llegar mañana, chica”.
“Ay pero, Jeremías, si acabas de llegar”. Los ojos a medio cerrar y los labios torcidos en una expresión universal de inconformidad le recordaban a Victoria.
“¡Ay pero nada, chica!” Afortunadamente, no eran los ojos de su esposa que lo juzgaban en ese momento, y el éxito de sus negocios poco dependía de ellos. “Podemos hacer algo la próxima semana”.
Se levantó del viejo sillón de alambre que había en la habitación. Ojos café seguían sus movimientos mientras recuperaba su ropa. Puso el cigarro entre sus labios para sostenerlo mientras se abotonaba la camisa a suaves rayas rosadas. “¿Te pareshe?”.
Silencio.
La mirada empezaba a hacerlo sentir incómodo. Al menos Victoria le gritaba cuando estaba molesta. Era mejor que el silencio. “¿Crees que tu hermano tenga el caucho listo?”. Dio un último jalón al cigarrillo y dejó la colilla en el cenicero justo antes de embutirse en los apretados pantalones rojos.
Vio que la chica escribía algo en su teléfono. Tras otra serie de rápidos movimientos dactilares, recobró finalmente el habla. “Dice que lo pases buscando cuando quieras”. Era difícil para él interpretar su tono de voz, pero no importaba mucho. En poco tiempo se habría marchado, y las chicas del campo no eran particularmente rencorosas.
Cinturón, listo. Reloj, listo. Dio el toque final a su atuendo colgando sus lentes de sol del cuello de la camisa. Un detalle de marca para realzar el conjunto. Satisfecho con su apariencia, se perfumó hasta no quedar rastro de su propio aroma.
Se aproximaba a la puerta cuando sintió su teléfono vibrar en el bolsillo del pantalón. Victoria. Su corazón empezó a latir rápidamente. Le dio al botón de silenciar.
“Jeremías”.
El susto lo hizo saltar y volverse alarmado. “¿Qué pasa?”.
En la cama, la chica reía. “Nada, gafo”. Sus pupilas contraídas dejaban relucir el café de sus ojos. “Cuídate en el camino”.
Abrió la puerta y se fue sin contestar. ¿Quién se creía? Mientras bajaba las escaleras al estacionamiento, decidió revisar sus redes. Cientos de mensajes negativos, amenazas e insultos poblaban los comentarios en su última publicación. Al principio había sido sólo en fotos con su esposa y el General, pero últimamente se filtraban hasta sus fotos más inocuas.
Pero estaba bien. Simplemente lo odiaban, y el odio es inofensivo.
Al menos había razones. Eran comentarios nacidos del miedo y la envidia. ¡Pónganse las pilas! En este país no puede vivirse sin conexiones. Él entendió eso rápido. Sólo eso lo hacía distinto.
Finalmente llegó al estacionamiento, donde lo esperaba El Catatumbo, una Ford Runner negra con la suspensión elevada y cauchos de 200 dólares, incluido el de repuesto que estaba por ir a buscar. A esto se sumaba un resonador que la hacía sonar como una tormenta eléctrica. De ahí el nombre.
Quitó la alarma, se montó y emprendió el viaje tan rápido como la lenta reja del estacionamiento le permitió. Bajó su ventana para que circulara el aire y se fuese un poco del olor a cigarrillo de su ropa. Sentía el viento pasar por su cabello y entre los dedos de su mano izquierda, que reposaba sobre el marco de la ventana.
Era un verdadero placer manejar por aquellas calles sin ley ni límites de velocidad. Manejaba como quería: rápido, lento, ebrio, periqueado o como mejor le pareciera en el momento. Nadie podía decirle nada.
Sonó el teléfono de nuevo. El tono de mensajes de Victoria.
Lo tomó y silenció todas las alarmas. Levantó su mirada y notó que se aproximaba al respetable establecimiento donde tenían su caucho. No podía usar la aplicación de mensajería o su esposa lo vería conectado, así que marcó el número del hermano de su querida llanera y se puso el teléfono al oído.
“Mano, sal, que ya vengo llegando. ¡Pero dale chola que ando apuradísimo!”. Llegó al taller y estacionó frente a la entrada, poniendo las luces intermitentes por costumbre. A sus lados, polvorientos muros de colores brillantes servían de fachada a hileras de casas y negocios de construcción precaria. Cerró las ventanas y encendió el aire acondicionado en su máxima potencia. El calor era demasiado.
Un golpeteo en la ventana lo hizo voltear a la derecha. Solo la mitad de la cabeza del dueño de la cauchera era visible desde el elevado asiento. ¿No podía venir directo a su puesto? Le hizo señas para que diera la vuelta y abrió la ventana de nuevo, dejando que el sofocante aire exterior se mezclara con el fresco aire de El Catatumbo.
“¡Patrón!” Una mano sucia y callosa fue extendida en su dirección.
“¡Compa! ¿Cómo está la cosa?” La estrechó como si fuese la del mismísimo Donald Trump, con la falsa emoción y la cara amigable que lo habían llevado a donde estaba entonces. “¿Cómo quedó lo nuestro?”
“Excelente, patrón. Vulcanizado. No se puede pedir más.” La sonrisa lisonjera del mecánico le era familiar. Una sonrisa grande, alegre y bonachona, reservada para quienes la pueden pagar por esa gente que no da ni la hora de gratis. Cuando la cuenta está gordita todo fluye de mil maravillas y todos se ven más felices.
“Muy bien, montémoslo rapidito entonces.” Volvió a subir la ventana y se puso cómodo en el asiento de cuero beige. El reloj de la pantalla del sistema de entretenimiento del carro marcaba las 5:15pm. Aún podía llegar. Tarde, pero podía.
Detrás de la camioneta, el mecánico levantaba el voluminoso caucho junto a un adolescente larguirucho con la ropa llena de polvo y aceite quemado. Pensar que solo un par de buenas decisiones y la suerte de quedar con Victoria en Derecho Romano tantos años atrás lo separaban de aquel muchacho le daba escalofríos. Trabajo duro, sufrido, y honesto bajo el inclemente sol llanero.
Aunque quizá decirle “honesto” a un mecánico sea sacar las cosas de contexto.
Terminada la faena, el mecánico se acercó de nuevo a la puerta. Jeremías bajó el vidrio, le agradeció por la atención y le aseguró que tendría el dinero en su cuenta apenas llegase a Caracas.
“Patrón...” Por primera vez en todo el tiempo que llevaba allí, la expresión facial del mecánico parecía reflejar un sentimiento de preocupación real. “¿Usted está seguro que quiere lanzarse a la carretera a esta hora?”
El sol se ocultaba tras los techos de las casas al final de la calle, frente a él, haciéndolo entrecerrar los ojos. “El Catatumbo está blindada, compa.” Deslizó su mano por el volante, sintiendo las hendiduras en el forro de cuero. “Aquí o en medio de la sabana, no hay lugar más seguro”.
El mecánico no se veía convencido. “No lo sé, Patrón. Aquí en el llano hay otras cosas de qué preocuparse aparte del hampa. No sé si me entiende.” Lo hacía. Había escuchado los CDs de historias de terror llaneras en su infancia como todos los demás.
“Tranquilo, que para eso también estamos blindados.” El olor a tabaco y aguardiente aún escapaba del aire acondicionado de vez en cuando. No creía mucho en nada de eso, pero el General había insistido cuando mandaron a blindar la camioneta.
“Bueno, jefe, usted sabrá.” El mecánico se despidió con un aire resignado y volvió a entrar al taller, seguido del muchacho larguirucho. Con un tipo así trabajando con él, no le extrañaba que estuviera pensando en ánimas del purgatorio. ¡Si hasta se parecía al Silbón!
Arrancó la camioneta con destino a Caracas. No habría pausas hasta entonces. Serían sólo él, El Catatumbo, y la gente asustada cuando las pasara volando sobre el asfalto. Así lo hizo durante la primera media hora, aprovechando los últimos minutos de luz solar.
Al anochecer, bajó un poco la velocidad y encendió las luces altas para evitar accidentes. No era una barra LED, aun no la instalaba, pero si no pasaba de 140kmph y tenía cuidado, era suficiente.
Su teléfono empezó a repicar. Alarmado, lo tomó del asiento contiguo y encendió la pantalla.
No había llamada alguna.
Cuando levantó la mirada, ya era muy tarde. Cayó en un cráter en el asfalto, más grande incluso que los cauchos de El Catatumbo. Le costó mantener el control de la camioneta, que empezó a irse de lado. Logró bajar la velocidad y finalmente estacionar, no sin antes dar un par de toques a la defensa.
“¡Maldita sea!” No había duda de que el golpe había sido fuerte, y que la camioneta se desviase no pintaba bien. Abrió la puerta y bajó tan rápido como pudo. Su corazón, aún alterado por el susto, aceleró aun más el paso. Usando el teléfono como linterna pudo comprobar el penoso estado del caucho frontal izquierdo, rajado y desinflado.
A este paso nunca iba a llegar a Caracas.
Era hora de probar la calidad del “vulcanizado” que le habían hecho al caucho de repuesto. Se dirigió a la parte trasera de la camioneta y abrió la puerta de la maleta para buscar sus herramientas.
El gato no estaba.
“No me jodas.” ¿Dónde? ¿Cuándo? Tomaba todas las precauciones para que no le robaran nada. Su alarma era tecnología de punta y sus seguros estaban reforzados. No tenía sentido.
Marcó el número del mecánico. Nada. Luego el de su hermana. De nuevo, nada. Así fue pasando por todos los contactos del teléfono que pudiesen ayudarle hasta llegar a Victoria. Seguro estaba preocupada, y el caucho espichado no era mala excusa para su tardanza. Decidió intentar.
No tenía señal.
¿Y ahora?
El viento, frío, soplaba fuerte y hacía un sonido parecido a un silbido. Los carros pasaban veloces, pero nadie se detenía a pesar de su triángulo naranja y sus brazos abiertos, que movía de arriba a abajo. Sudor frío caía por su frente.
No iba a llegar.
Ignorando el sonoro silbido del viento y descartando la posibilidad de que lo ayudaran, se encerró en la camioneta. Tenía mucho frío; mucho más que cualquier otra noche en el llano. Miró su reloj; eran las 8:00pm.
Encendió la calefacción, pero no ayudó mucho. El frío que sentía no era normal. Afuera, el viento continuaba silbando, pero ya no se oía tan fuerte. Empezó a temblar. ¿Y si Victoria se hartaba, finalmente? ¿Y el General? No era estúpido, debía suponerse que alguien como Jeremías no era el esposo más-
El sonido del teléfono repicando lo hizo saltar en su asiento.
Al fin, alguien le devolvía la llamada. Se apresuró a sacar el teléfono de su bolsillo e intentó encender la pantalla, pero no funcionaba. El teléfono repicaba incesantemente, sin importar qué botones presionara o por cuánto tiempo. Finalmente, le sacó la batería, la lanzó a la maleta del carro y guardó el resto del aparato en su bolsillo. No le servía un teléfono dañado.
La cosa estaba difícil. ¿Qué hacía ahora? El pueblo más cercano estaba a por lo menos media hora en carro, y no planeaba probar suerte en una cauchera con paredes de zinc que estuviese en el camino. Dormir en la camioneta no era su mayor fantasía, pero tampoco era tan malo. Sólo el silbido del viento le preocupaba. ¿Cómo dormía uno con eso? Miró por la ventana y observó los escuálidos árboles del árido lugar balancearse violentamente con el viento.
Una figura alta y delgada se movía entre ellos.
“¡Mierda!” Maldición. Maldita sea. No podía ser. Volvió a asomarse y volvió a ver lo mismo, entre unos árboles más cercanos. Tragó saliva espesa, que bajó con dificultad.
¿El Silbón? ¿De pana?
La calefacción empezó a despedir un fuerte olor a tabaco y aguardiente. Cierto. Estaba blindado. Contra todo tipo de ataques, estaba protegido. A medida que el aroma llenaba el carro, se escuchaba menos el viento fuera de la camioneta. Eventualmente, el sonido desapareció por completo.
Respiró profundamente, dejando el aire salir poco a poco. ¿En qué estaba pensando? Se asomó por la ventana y no vio nada tras los árboles, que aún danzaban en la noche.
¿El Silbón? ¿De pana?
Le sorprendió brevemente haber caído en las provocaciones del mecánico. Sacudió la cabeza de lado a lado. ¡El mundo es de los valientes! ¿Qué diría el General si le contaba eso? Más tranquilo ahora, sintió la necesidad diferida de fumarse un cigarro. No fumaba desde que salió de la habitación.
Tomó la caja de Lucky Strike mentolado y el Zippo de la guantera. Trató de bajar la ventana, pero no funcionaba. Las últimas horas de su vida se habían sentido como Una serie de eventos desafortunados, o al menos le recordaban al título.
Podía fumársela afuera, el aire fresco lo ayudaría a pensar en cómo resolver. Además, ya no se oía el silbido del viento. Quizá habría menos brisa. Levantó el seguro y abrió la puerta.
En su bolsillo, el teléfono empezó a sonar.
Nota del autor
¡Saludos, buena gente de Steemit y viajeros del tag "cervantes"!
Les habla @steemedchitty, autor de este corto cuento, que nació como colaboración con @edenci tras leer la segunda edición de "El Bestiario". Este proyecto, cuyo autor es el mismo @edenci, busca traer un poco de folclor a la comunidad de Steemit, presentando diversas criaturas de los mitos y leyendas regionales de Venezuela (y eventualmente de toda América Latina), acompañadas de simpáticas ilustraciones de las mismas (allí radica el verdadero talento de mi cómplice).
En fin, una cosa llevó a la otra, nos pusimos en contacto y comenzamos a trabajar. Mi idea era que, más allá de haberme inspirado a hacer mi primera publicación en español, sus ilustraciones dieran vida a mis palabras. ¡Este es el resultado! Sin duda, ambos estamos muy satisfechos, y esperamos que ustedes lo disfruten mucho.
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Mi abuelo solia contarnos estas historias a todos los primos reunidos en circulo por las noches de fin de semana. Saludos
¡Qué buen recuerdo! Yo personalmente las oia en casa de mi abuela, también, pero de un CD que ella tenía, de esos que se compran en la carretera. Tenían un encanto muy... no se explicarlo. Son de las cosas que me gustan del llano, me transporta a un ambiente más simple, con sabor a navidades pasadas.
¡Gracias por comentar!
Fue una experiencia increíble poder ilustrar la historia que escribiste. Ilustrar cuentos es de las cosas que más me gusta y más si es para un amigo.
Espero con ansias la próxima colaboración. Gran trabajo.
¡Quizá no tengas que esperar mucho! Los momoyes me llaman a la acción. (Aunque, francamente, eso es territorio de Weil.)
GRANDE! Está genial!
¡Gracias! Me pareció apropiado que algo tan regional fuese mi primer post en español y salió muy bien.
Me encantó tu cuento. Realmente disfruté muchísimo leerlo. Espero que lo continúes pronto. ¡Saludos!
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