K. adoraba la playa.
Cuando era pequeña, toda la familia se ponía de acuerdo y bajaban "en cambote" para La Guaira, por lo menos una vez al mes.
Siempre era una ocasión divertida. Y siempre salían muy temprano.
K. y su hermana D. apenas dormían de la emoción cuando les decían que irían a la playa.
Dormían con los trajes de baño puestos.
Viajaban en el Jeep del tío E. junto con su madre, su tía y sus primos. Eran tantos para el vehículo que siempre iban sentadas en el promontorio junto a la cubierta de los cauchos traseros, o dentro de la maleta, mientras su madre y su tía les ponían el equipaje de playa y la comida encima.
Pero viajar en el Jeep del tío E. era lo más emocionante del mundo.
Aquél Jeep los llevaba a pueblos remotos, subía montañas nubladas, cruzaba ríos y sondeaba la arena de las playas como si no fuera nada. No existía ningún obstáculo que aquél pequeño 4x4 blanco y marrón no pudiera superar.
La carretera vía La Guaira era como una larga e interminable serpiente: Curvas para acá y curvas para allá, bamboleo y bamboleo... D. siempre se mareaba y vomitaba. Había que abrir las ventanas y detener el carro para limpiarla. Nadie quería viajar a su lado para no llenarse de vómito. Pero la emoción de ir a la playa era más importante que los mareos de la prima más pequeña.
A 5 minutos de la Guaira podías divisar el mar que se perdía en el horizonte, justo detrás de las últimas montañas tras las que se ocultaba el aereopuerto. Antes de llegar a la playa donde pasarían el día, siempre se detenían en Los Corales a comprar lo que sea que faltara para el gran día de picnic. Refrescos, hielo, chucherías, bloqueador solar, remedios, salvavidas con forma de muñequitos, cholas y hasta tobos para arena.
La playa destinada favorita de la familia era Los Caracas.
Era la última playa hasta donde llegaba la carretera; y precisamente por lo lejana solía ser la mas limpia y la menos concurrida. También era la que tenía las olas "más bravas" y era bastante visitada por los surfistas.
K. sabía que habían llegado porque cruzaban un enorme río de agua transparente que desembocaba al mar.
Junto al río había unas cabañas donde una vez la tía M. había llevado a K. a pasar el fin de semana en una excursión de la escuela. Aquella había sido la primera vez que K. pasaba la noche fuera de casa y la había pasado increíble.
Al llegar a la playa, había un quiosquito que vendía arepas con queso guayanés. Eran las arepas más divinas que K. recordaba.
Siempre que llegaban eran cerca de las 9 de la mañana.
Alquilaban dos sombrillas con sus sillas de playa, tendian las toallas en la arena y colocaban las cavas con el hielo y los refrescon en la sombrita, mientras las mamás embadurnaban a los niños con protector solar.
Siempre había uno de los primos que colocaba reggae a todo volumen en uno de los carros y pasában todo el día al ritmo de UB40, Mulato, Bob Marley, Zona 7 y Proyecto 1.
Esperaban a que el sol calentara un poco el agua, por que a aquella hora el mar estaba sereno y en calma, las olas eran suaves y la espuma te hacía cosquillas en los pies, pero el agua estaba muy, muy fría.
Un clavado que les mojara de pies a cabeza era lo que les quitaba el frío. Allí comenzaba la diversión.
K. no salía del agua en todo el día a menos que su madre o sus tías los llamaran a comer o para colocarles bloqueador solar.
Desde que tenía memoria, para K. ir a la playa era convertirse en un delfín o volverse la Sirenita.
Apenas sus pies tocaban el agua, se transformaban en aletas y sus piernas se volvían una cola con escamas de pescado color verde hasta la cintura. K. entraba en los dominios del Rey Tritón y del Dios Poseidón, y se convertía en princesa de aquél reino submarino. Y si su prima Y. iba con ellos, la otra sirena de la familia, su día en la playa se llenaba de cantos de sirena y búsquedas de príncipes y tesoros escondidos en la arena.
Cuando subía la marea a mediodía, jugaban a los piratas o trataban de llegar a China cavando túneles en la arena. Si no, hacían su propia piscina con agua de mar cerca de la orilla para que no los revolcaran las olas.
Siempre almorzaban algún tipo de ensalada de papas con zanahoria y atún o salchichas, al igual que tomaban refrescos y comían Pepitos todo el día. Siempre aparecía algún vendedor ambulante al que le compraban unos enormes tostones con un cerro de ensalada estilo rusa, mucha salsa de tomate, mayonesa, mostasa y queso blanco. Comerlos sin embarrarse de salsa o que se te cayera la ensalada encima era una misión casi imposible, pero eran la gloria.
Había que esperar una hora después de comer antes de volver al agua, o si no, les daría una embolia y morirían como el compañero de trabajo del que la abuela siempre les contaba.
Si estaban en la playa de Los Caracas, de vez en cuando K. y sus primos se lanzaban una zambullida en el río junto con alguno de los tíos. La frescura del agua fría y dulce ayudaba a quitarse la sal del cuerpo y a refrescar el calor del sol de la piel.
Aunque en algunas ocasiones visitaban a playas diferentes, como Playa Los Ángeles, de oleaje tranquilo pero llena de vida cerca del rompeolas. En una ocasión, K. pudo ver en esa playa a un verdadero caballito de mar salvaje, y entre ella y la prima Y. lograron atrapar a una estrella de mar que se movía entre las rocas bajo el agua con un tobito. El rompeolas estaba llena de cangrejos, caracoles y anémonas de mar que parecían flores.
O la playa del Macuto Sheraton, que era una piscina natural detrás del hotel. K. recuerda que la única ocasión en la que salió a alguna parte con el abuelo fue la vez que fueron a ésa playa. Alguien había lanzado una botella en la playa y K. se hizo un corte muy feo en la planta del pie y sangraba mucho.
K. estaba asustada porque creía que se la iban a comer los tiburones y no dejaba de sangrar; pero el abuelo la calmó explicándole que los tiburones no podían pasar los rompeolas porque aquella era una playa-piscina cerrada. Le sostuvo el pie en alto para que el agua de mar le lavara la herida, mientras sostenía una lata de cerveza con la otra mano. Según el abuelo, aunque picaba, el agua de mar le ayudaría a cicatrizar rápido. Y tenía razón...
Los recuerdos que K. tenía de su abuelo siembre eran con una cerveza o un vaso de whisky en la mano. El abuelo había muerto de una cirrosis pidiendo cerveza en la cama del hospital...
Cuando comenzaba a caer la tarde, todos se iban a "quitar la sal del cuerpo" en el río o en las duchas de la playa. Se cambiában la ropa tapándose con las toallas o dentro del carro y encendían los motores de vuelta a casa.
Siempre se detenían en un restaurante con un enorme cartel de un pescado a la orilla de la playa, a comer sopa. A K. no le gustaba la sopa así que sólo comía pan con ajo o tostones y refresco. Y se entretenía con los pescadores que siempre estaban en la parte de atrás del restaurante, atrapando su cena en el rompeolas. Para una niña de ciudad como ella, aquello era una maravilla.
Subiendo hacia Caracas, siempre se hacía cola en la carretera. Y siempre aparecían unas negritas con la piel brillante como chocolate, faldas largas de flores y voluptuosos pañuelos en la cabeza sobre los cuales colocaban enormes bandejas con enormes y sabrosos dulces de coco de todos los colores que uno pudiera imaginar. Ver a las negritas siempre era algo muy esperado y cada vez que aparecían contoneándose entre los carros se formaba un bochinche dentro del carro, que era apasiguado con una deliciosa conserva de coco que se derretía en la boca al morderla.
El paisaje de regreso hacia Caracas, con el atardecer anaranjado y nubes moradas y rosas reflejándose sobre el mar en cada curva, y la suave brisa marina moviendo sus cabellos a través de la ventana es un recuerdo que jamás se borrará de la mente de K.
En una oportunidad, el tráfico había sido tan intenso y el calor tan abrumador que el Jeep del tío E. se sobrecalentó a media subida y comenzó a echar humo. El tío E. los sacó a todos del carro rápidamente y los hizo esperar sentados en la acera mientras reparaba el carro, porque era mejor que todos esperáramos afuera por si algún loco con exceso de velocidad no veía el triángulo de tránsito y embestía el carro.
En algunas ocasiones no se detenían en el restaurante con el cartel del pescado, sino que llegaban hasta Caracas y se desviaban a un viejo restaurante italiano que quedaba al lado del Guaire, donde además de una enorme cantidad de pasta servían unos postres divinos.
Siempre regresaban a la casa agotadas, con ganas de ir al baño, compitiendo por cruzar la puerta primero y la piel roja y ardiendo de haber llevado tanto sol. Una crema Nívea que mamá había dejado en la nevera esperaba a K. y a D. para aliviarles su ardor; después de una ducha fría pasarían una noche de fiebre por la insolación
Una vez, por un extraño milagro del cielo, K. y D. fueron solas con el tío E. y los primos a Los Caracas. No fueron ninguna de las tías, ni mamá, ni la abuela. Los "niños" ya estaban más grandes y tenían todo lo que necesitaban, la estaban pasando súper bien.
K. sabía nadar y como era la más alta, se fue con la prima D. a una parte más honda; pero sin que sus pies dejaran de tocar en ningún momento el piso, y el agua aún no le llegara al cuello.
Pero mientras hablaban distraídas, la marea subió repentinamente y tres enormes olas arrastraron a ambas chicas hacia la parte más profunda de la playa.
K. logró mantenerse a flote sin mayor problema. Estaba asustada, pero su instinto inmediatamente la hizo nadar para mantenerse a flote e intentar volver a alcanzar el suelo para no ser arrastrada por la corriente mar adentro. Pero la prima D. no sabía nadar y se estaba ahogando. D. se asió fuertemente al cuello de K. para poder mantenerse a flote y respirar, pero sin querer la hundía bajo el agua con su peso y estaba ahogando a K.
Desesperada por no poder respirar, K. comenzó a golpear a D. para liberarse de su agarre, hasta que finalmente D. la soltó. K. logró volver a la superficie y respiró profundamente, tosiendo toda el agua que D. le había hecho tragar. Nadó y nadó hasta donde se encontraba un señor, más cerca de la orilla, quien la llamába para ayudarla a salir del agua. Sólo después que el amable señor la ayudó a llegar a una profundidad donde K. podía ponerse de pie sobre la arena, volteó para ver qué había sucedido con D.
Un surfista de tabla amarilla, traje de buzo y cabellos largos que había estado montando las olas más allá del rompeolas, alcanzó a D. y la ayudaba a salir del agua. En la orilla, la prima E. y el primo E. Jr también habían sido revolcados por las olas hasta ser sacados del agua.
Poseidón los devolvía a todos sanos y salvos a la orilla. Aparte del susto, nadie había salido herido...
El tío E. les hizo prometer a los niños que no dirían nada, o sus madres no los dejarían volver a ir a la playa (cosa que no era mentira). Muchos años después se enterarían de aquella anécdota de forma jocosa.
Aquél evento nunca hizo que K. le tuviera miedo al agua. Al contrario de sus primos, continuó construyendo recuerdos felices en la playa, nadando entre los arrecifes y a mar abierto siempre que podía...
Continuará...
excelente me hiciste recordar mis viajes familiares también a las playas de la guaira, son los mejores recuerdos que tengo. Estaré pendiente de los próximos capítulos.
¡Me alegra que te agradara! Estaré haciendo una serie de artículos anecdóticos en este estilo, ojalá te gusten. Saludos