Era una tarde típica en el bar del vecindario. Tres amigos, con sus cervezas en la mano, charlaban y reían de las peculiaridades de la vida
Hasta que uno de ellos, con una sonrisa traviesa, dijo:
—Chicos, ¿alguna vez se han dado cuenta de lo absurdas que pueden ser nuestras esposas?
Los otros dos levantaron la ceja, intrigados y divertidos.
—¿A qué te refieres? —preguntó el segundo.
El primero tomó un sorbo de su cerveza y comenzó su historia:
—Miren, hace unas semanas mi esposa decidió que quería renovar la cocina. Todo bien, pensé yo, hasta que me llega la factura. ¡Doce mil libras! Doce mil, por una cocina llena de los mejores electrodomésticos, una estufa de última generación, una nevera inteligente... ¡y lo peor de todo es que no sabe cocinar ni un huevo frito!
Los otros dos estallaron en carcajadas.
—¿De verdad? —dijo el segundo, secándose una lágrima de tanto reír—. Bueno, eso no es nada comparado con lo que hizo mi esposa.
Los dos amigos lo miraron con expectación.
—A ver, sorpréndenos.
El segundo hombre apoyó su cerveza en la mesa y dijo:
—Hace un mes, mi esposa decidió que necesitaba un auto nuevo. Hasta ahí, todo bien. Pero cuando veo el contrato de compra, resulta que pagó cuarenta mil libras por un coche de lujo. ¡Cuarenta mil! Y aquí viene lo mejor... ni siquiera sabe conducir. ¿Para qué quiere un coche si yo siempre termino siendo su chófer?
La risa fue aún más fuerte esta vez. El primero casi se atraganta de la risa, pero justo entonces, el tercer hombre, que había estado escuchando con una sonrisa misteriosa, intervino:
—¿Eso es todo? Lo que hicieron sus esposas no es nada comparado con lo mío.
Los otros dos se inclinaron hacia adelante, intrigados.
—¡Vamos, cuéntanos!
El tercero se acomodó en su silla, tomó un largo trago de su cerveza y, con un tono triunfal, dijo:
—Hace unas semanas, mi esposa se fue a un viaje de negocios al otro lado del país. Antes de irse, vi que compró un paquete de... bueno, digamos, artículos de protección masculina.
Los otros dos hombres lo miraron sin entender del todo.
—¿Y? —preguntaron al unísono.
El tercer hombre se inclinó hacia ellos, con una sonrisa que ya anticipaba la carcajada que estaba por venir, y dijo:
—¡Compró cien condones para su viaje de negocios... y lo mejor es que ni siquiera tiene pene!