Sus abrazos, la sonrisa y un Barnie fue lo que me quedó de Luis
Les he contado que durante nueve años trabaje en una escuela arquidiocesana, llamada Monseñor Olegario Villalobos, ubicada en un barrio muy necesitado de la capital zuliana, Maracaibo. Estando allí tuve la oportunidad de asistir a muchos talleres y charlas de formación.
Recuerdo uno en particular, en la que el ponente dijo, “el docente cristiano opta por el más débil”. El más débil normalmente pensamos que es el que está enfermo, o tiene alguna discapacidad, también podría ser sobre el que recaen las burlas y para Cristo el más débil, es el que se puede perder, el que está vulnerable a cualquier vicio o ambiente delictivo, y en Olegario esa amenaza siempre está latente.
Uno de mis alumnos, Luis Avel, -no escribí mal su nombre, así aparecía en su acta de nacimiento- entra en esta categoría. Travieso, desordenado, nunca traía la tarea de la casa y pocas veces terminaba la que ponía en el cole. Realmente era un dolor de cabeza, sentía alivio cuando no iba, es aquí cuando mi opción cristiana se perdía. Pero a pesar de mi impaciencia siempre sonreía y me regalaba fuertes abrazos.
Conversando una vez con una profesora, una de esas maestras de antes, de verdad, de las que parecen salidas de un cuento, le hablaba de Luis y yo esperaba sus maravillosas estrategias, actividades mágicas que me ayudaran a controlar su inquietud, ella me dijo, -quiérelo más. Me dejo muda, no supe que responder, quede sin argumentos de porque no iba a funcionar.
El papa de Luis Avel era un señor bonachón, buena gente, con un montón de hijos. Su mama era otra cosa, no la voy a describir, pero voy a decir que cuando se enojaba lo dejaba afuera de su casa toda la noche, a él y su hermano en el patio oscuro de un rancho, sin importar la lluvia, el frio o la oscuridad, ese era el menor de los castigos que le daba.
Uno de los mejores recuerdos que tengo de Luis es un Barnie de cerámica, medio mal pintado, que me regalo cuando estaba embarazada de mi hijo mayor, y que aún conservo. Le di clase en primer y segundo grado. Le perdí la pista cuando deje el Olegario, alguien me dijo que dejo de estudiar.
Hace un tiempo, recordándolo con una excompañera me dijo que había muerto. Quedo en medio de un enfrentamiento entre bandas, murió de varios disparos, lo mataron. Cada vez que lo pienso lloro de nuevo, tenía 19 años.
Pensé en su padre, seguro lloró amargamente… me gustaría saber que sintió su madre.
Algunas veces lo recuerdo, veo su amable sonrisa, escucho su alegre voz, el Barnie que me regaló es lo que me queda de él, entre cremas en una repisa, y tres fotos donde apenas se ve. Sigo lamentando no haberlo querido más, no habérselo dicho más veces, lamento que no haya sido siempre mi opción.
Maestra, se me agüaron los ojos. Qué dura historia pero además, él dejó en tu corazón un consejo que aplicarás y recomendarás también. Somos mejores como humanidad ahora.
Son tantas historias Jeanfreddy, el hecho de ser maestra a tal limite, sin lugar a dudas es una prueba constante de reconocernos de qué estamos hechos y todo indica eso mismo, reconocernos que somos sencillamente humanos.