¡Odio al maldito Fair Play!
Y no es un simple desagrado, es odio puro y sincero
Este escrito discurre por dos figuras principales: el Fair Play y el término “lambón”. Como ya lo he dicho anteriormente soy venezolano, sin embargo, gracias a haber nacido en la frontera más dinámica de Latinoamérica he podido nutrirme de esa simbiosis propia de l a actividad fronteriza. Una de las cosas que me ha quedado de dicho intercambio es el léxico y de ahí aprendí una de las palabras más curiosas, idiosincrásicas y autóctonas de Colombia: lambón. Una persona que se encuentra atrapado en una escala entre ser hipócrita y ser un lameculos.
Sin embargo el lambón es más que un hipócrita porque al final realmente no finge nada, se le percibe fácil lo que realmente siente y por otro lado tampoco es un lameculos, ya que el lambón no busca generar simpatía por el otro a cambio de un beneficio. El lambón es más político que social-laboral. Si un día se cruzan el presidente de Palestina y el de Israel y se dan la mano, se abrazan y sonríen, no tengan duda que están frente a un acto de lambonería pura.
Ahora toca hablar del Fair Play y no me refiero en absoluto al premio entregado por la FIFA a aquellos sujetos que demuestran un respeto por el juego limpio, por el rival y un enorme espíritu deportivo, no; por el contrario, me refiero a la acepción balurda que se ha generado en el fútbol, un conjunto de acciones realizadas por los futbolistas que deshonran el juego y lejos de generar admiración y respeto nos hace rabiar y genera indignación absoluta.
En la actualidad el concepto de Fair Play en el fútbol se encuentra proyectado el hecho de que un equipo debe dejar el balón fuera de jugada cuando un rival se lesiona, de esta manera se detiene el juego y el jugador lastimado es atendido por el cuerpo médico para así poder volver a jugar o en todo caso, ser sustituido y luego de esto el rival, al cual le corresponde reanudar el juego, decide cederle el balón al equipo que detuvo las acciones. Digamos que este es el acto por antonomasia del Fair Play, el cual parece ser muy acorde y bastante caballeroso, pero…
…, pero en un fútbol actual en el que hasta los recoge balones fingen agresiones, en el que los entrenadores arrojan balones a la cancha para detener el juego, en el que los jugadores se autoflagelan con las extremidades del rival y un sinfín de actos grotescos llenos de algo mal llamado picardía y maña —porque en realidad es una forma asquerosa de hacer trampa— el Fair Play se devaluó, se volvió la excusa perfecta de los mediocres, el Fair Play se convirtió en el estandarte de los mamarrachos, de los que prefieren arrojarse al campo y quemar cualquier cantidad de tiempo a cambio de una patética victoria.
Cuando creíamos que no podía existir nada peor después de los equipos de fútbol que se encerraban atrás a reventar cualquier balón que merodease por su cancha, cual batallón atrincherado y sin armas que se limita a devolver las granadas que el enemigo le arroja, entonces el honor y el respeto se deformó, la galantería le abrió paso a la excusa, el juego limpio se convirtió en el asqueroso Fair Play.
Otrora el fútbol estaba lleno de futbolistas gallardos y caballerosos, tal vez influía mucho el hecho de que no existiesen cambios, por lo que fingir una lesión no significaba otra cosa que dejar a su equipo con jugadores menos. Tampoco existían tarjetas amarillas, por lo que un portero no podía perder el tiempo a la hora de sacar del arco, o un jugador no podía gastarse la vida en un saque de banda. Nada de eso. Sin embargo, como ya dije, el fútbol se deformó, aquellos portentosos caballeros que preferían jugar con la cabeza abierta y emanando sangre a borbotones se extinguieron —al igual que el jugador número 10— y le dieron paso a lo que vemos hoy día: los lambones.
Y entonces vemos el acto más vergonzoso de todos: un equipo desaventajado va empatando contra un poderoso a domicilio y a todos sus jugadores les cae las mismísimas siete plagas de Egipto: se les acalambra el cuero cabelludo, les da contractura muscular en las uñas, un mínimo roce adquiere cualidades bíblicas, por lo que una caricia en la mejilla parece convertirse en una fractura malar. Y ni qué decir si por casualidad el equipo no va empatando, sino que de hecho va ganando… ¿Y si es el local el que se siente limitado? ¡Pues hasta los recogebalones se contagian de lesiones! Les da tendinitis y son incapaces de pasar un balón en menos de 20 segundos.
Y ahí los ves a los futbolistas bien lambones, cuando el rival cae fulminado por una zancadilla del mismísimo Antman se disponen a sacar el balón de la cancha, en ocasiones lo revientan con odio y se dirigen al árbitro para quejarse por un acto ¡Que ellos mismos acaban de cometer de manera deliberada! Porque prefieren lloriquearle al árbitro antes que evitar ser lambones, al parecer son los únicos que no comprenden que están cometiendo una injusticia con el fútbol: se lo están entregando a los tramposos
Pero ¿Qué pasa si un equipo renuncia a ser lambón? El rival se hace el ofendido, parece que es un delito que un grupo de jugadores quiera seguir jugando a pesar de que un mentiroso se esté retorciendo en el piso. No, si un equipo decide seguir jugando los rivales se apiñan alrededor del jugador que transportan el balón y empiezan los improperios. Por un minuto pareciera que el jugador es un cartero que se equivocó de barrio y fue a parar justo a la calle donde está la perrera municipal: el jugador-cartero se escurre con el balón mientras una jauría de Doberman le persiguen vociferando y nada más, salvo que a uno se le salte la cadena y le dé una patada de Dios y Padre Nuestro al que detenta el balón y entonces se forma Troya.
¿Y si el equipo termina rematando al arco? Bueno, si el balón termina lejos de los tres palos los “injuriados” buscarán al árbitro. El portero aunque esté a 50 metros del Juez saldrá lanzando manotazos y recriminándole por no proteger al mentiroso, y mientras este corretea sus compañeros (incluyendo en, la mayoría de los casos, al jugador que hace minutos parecía haber perdido una pierna) rodean al principal y le interpelan ¡¿Cómo es posible que haya dejado continuar la jugada a pesar de la magistral actuación de su compinche?! “¡Señor, usted de actuación no sabe nada!” Parecieran reclamar.
¿Y si el balón termina revolcándose en la red? Pues nada, el terreno de juego se convertirá en una arena de batalla y probablemente los diarios dediquen extensas notas de prensa hablando sobre la deslealtad del jugador. Porque al final de la jornada y a pesar de que esté fingiendo una lesión, si la jugada termina en gol el lesionado parecerá un victimario al que todos compadecen porque le violentaron su debido proceso.
En todo caso el fútbol siempre pierde, porque independientemente de si se bota el balón, de si se continúa la jugada o si se termina en gol, el partido siempre termina con los ánimos caldeados y todo termina en una batalla campal. Los jugadores empujándose, trémulos de asestar un verdadero golpe a su rival, los cuerpos técnicos insultándose y el público enardecido arroja objetos, mientras el árbitro realiza la patética función de intentar separar a los jugadores y les muestra una tarjeta, amarilla o roja, dependiendo de la magnitud de su actuación o su espectáculo boxístico.
Por eso, si a mí me preguntan qué pienso del Fair Play lo digo con firmeza y sin vergüenza alguna: ¡ODIO AL MALDITO FAIR PLAY!
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