Apología del Individuo

in #spanish6 years ago

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El otro día, mientras utilizaba el transporte subterráneo de la gran ciudad, me sucedió lo siguiente:

Tras acceder a la estación y a medida que descendía los peldaños que conducían al andén por donde iba a pasar mi transporte, empecé a escuchar cada vez con más intensidad y bajo el tono inconfundible de la discusión, a dos voces femeninas que intercambiaban algunas palabras. Al terminar de bajar las escaleras y llegar a su altura vi que una de ellas, de entre 30 y 35 años iba acompañada de un niño de unos 8, y que la otra voz femenina pertenecía a una chica de entre 18 y 25 años que a su vez, iba acompañada de otra chica de aproximadamente la misma edad.

Tras contemplar inicialmente la escena y sin más conocimiento de lo que allí estaba sucediendo, me fui a sentar no muy lejos del aquel escándalo y mientras esperaba a que llegase el vagón, no pude evitar el seguir observando la riña. Al parecer, el niño que acompañaba a la mujer más madura no era otro que su propio hijo que, según todo parecía indicar, acaba de ser duramente reprimido por su madre delante de todo el andén. Posible violencia física incluida. Según fui entendiendo, la pareja de chicas más jóvenes, al contemplar la supuesta escena, habrían increpado a la madre acusándola públicamente y frente a todos los que allí estaban de maltratadora. Ésta, habría respondido a su vez preguntando si algunas de ellas era madre. No siendo éste el caso, la madre habría criticado la actitud de las dos chicas jóvenes poniendo énfasis en su falta de experiencia y pocas luces a la hora de entender la situación. La discusión habría estallado. Poco a poco fui percibiendo, allí mismo y con ayuda de los rostros y el lenguaje corporal de los allí ya presentes antes de mi llegada, que lo que efectivamente había pasado era que nuestras jóvenes defensoras de la infancia habrían acabado ellas mismas siendo aleccionadas por su osadía a la hora de impartir lecciones de moral.

Aún seguía yo divagando cuando llegó finalmente el transporte que estábamos todos esperando. La discusión, sin más, finalizó en ese momento con respectivas calificaciones de desprecio, mientras los dos grupos, aún sobre el andén, se alejaban muy sutilmente entre sí a fin de tener el menor contacto posible una vez en el vagón. Curiosamente yo quedé en un punto medio y una vez sentamos ya todos dentro, desde mi posición aún podía ver tanto a un bando como al otro.

La mujer del niño, lo tenía ahora sentado sobre sus rodillas y aunque ostensiblemente enfadada, parecía que la cosa no iba a ir a mayores con respecto a su hijo si es que, de hecho, alguna vez había sido así. Por su parte, la pareja de chicas jóvenes andaban aún poniendo el grito en el cielo. Sobretodo la que había llevado la voz cantante en la discusión que, de alguna forma, estaba siendo consolada por la otra. En aquel momento y en lo que sin duda fue una maniobra no carente de cierta habilidad, cual cruzado desenvainando su espada y en lo que me pareció ser una mera fracción de segundo, pude observar como la portavoz de la riña sacaba de su bolso su iPhone último modelo y se lanzaba a un frenesí de llamadas telefónicas.

El movimiento me hipnotizó de tal forma que aún bajo su embrujo, seguí percatándome de como entre sollozos y con un tono de voz sobreactuadamente elevado, nuestra descompuesta amiga iba discutiendo llamada tras llamada los detalles al respecto de dónde, con quién y a qué hora nuestra pareja moralista iba a acabar encontrándose con, supongo, sus otros amigos moralistas. De dichos detalles quedamos bien informados tanto yo como toda persona que se encontrase en un radio de 10 asientos. Pareciera como si nuestra intrépida justiciera aún tuviese algo por lo que luchar aunque sólo fuera el hacerle saber a todo el mundo que:

1.- Ella tenía amigos.
2.- Que definitivamente iba a quedar con ellos ergo, algún afecto hacía ella debía existir.
3.- Que si por alguna casualidad, alguien cercano había presenciado el episodio con la mujer del niño, todo era lógicamente y en base a su tremenda potencia vocal a la hora de hablar por teléfono, fruto de algún tipo de problema que la otra persona debía tener.

Inmersos todos los allí presentes en semejante escena que el vagón siguió avanzando y a medida que más gente se iba incorporando ya de pie alrededor de mí, se hacía cada vez más difícil el mantener contacto visual con cualquiera de los bandos. Finalmente tras unos minutos, desaparecieron en un mar de cabezas y espaldas encorvadas sobre sus teléfonos móviles...

Sin embargo y durante el resto de aquel trayecto y posteriormente con el paso de los días, esta anécdota ha vuelto a mi mente de manera recurrente como si de alguna forma, lo presenciado en aquel andén no fuese más que un velo de realidad. Algo que, como en la mayoría de las ocasiones, contiene un significado mucho más profundo del que en primera instancia pudiera parecer.

¿De dónde vino ese afán de justicia por parte de las dos chicas jóvenes?. ¿Habría sido alguna de ellas maltratada siendo niña por su madre?. ¿Realmente hubo maltrato físico por parte de la madre hacia su hijo? Y si lo hubo, ¿hasta qué punto uno se puede sentir con derecho a señalar con el dedo a una madre que reprime a su hijo sin ser él o ella, padres?.

Tras darle varias vueltas al asunto llegué a la conclusión de que lo que allí había sucedido no era más que un síntoma. Y es que amigos, muy cierto es el dicho que asegura que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.

No es que el tener buenas intenciones sea algo a repudiar sino más bien cabría preguntarse al respecto de la naturaleza de nuestras intenciones o si de hecho, esas intenciones realmente nos pertenecen o por el contrario nos están, efectivamente, llevando camino al infierno. Por infierno no pretendo evocar ningún tipo de imagen dantesca sino más bien el estado de colapso mental que, por ejemplo, llevó a nuestra querida justiciera a actuar ella misma como una infante contrariada en su capricho en el momento que confrontó su pretendida justicia social con la autentica realidad.

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¿Cómo es ésto posible?. Quizás caigamos en la tentación de achacar a la inexperiencia de la muchacha o a un estado peculiar y pasajero que aquel día pudiera tener, el desafortunado desenlace en el que se vio inmersa por propia voluntad. Sin embargo, ¿no es también verdad que ese tipo de situaciones son igualmente observables en personas de más edad, distinto genero o, de hecho, cualquier otro tipo de características o momento en el que éstas tengan lugar?.

En verdad caeríamos en el mismo error que pretendemos enmendar aquí si empezáramos a apuntar nuestro dedo acusador hacía otra parte que no sea nosotros mismos. En última instancia somos nosotros los que, de buena gana, entramos al trapo de las ideas que circundan nuestra psique y que, de no ser atendidas como se merecen, pueden llegar a arraigar hasta convertirse en propias intenciones: Justicia social, defensa de los valores, estado del bienestar, el bien común, etc...son conceptos con los que somos continuamente bombardeados implícita o explícitamente y que nos fuerzan, no ya a posicionarnos a favor o en contra, sino a aceptar sin reservas que por encima del individuo existe algo superior que trasciende lo insignificante de conservar la propia identidad.

Este juego perverso en el que nos vemos inmersos, lejos de ser un mal menor es de hecho la raíz del problema, ya que si bien es cierto que es altamente deseable que exista justicia social, que se defiendan los valores y que vivamos todos en un estado del bienestar, no es menos cierto que todo ello no puede empezar por otro lugar que no sea el propio individuo ya que en realidad, la sociedad o, de hecho, cualquier grupo de personas, no es otra cosa que un conjunto de individuos. El colectivo en sí es una construcción mental. No existe tal cosa.

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Es posible que la pregunta que nos hagamos a continuación de observar dicha premisa, es decir, que todo colectivo es tan sólo un conjunto de individuos, sea la de inmediatamente ponernos manos a la obra para establecer un sistema que asegure unas normas de convivencia que rijan a ese grupo, a efectos de poder disfrutar todos de la tan ansiada justicia social. Y es aquí amigos, donde pavimentamos nuestro camino al infierno particular ya que dicha premisa se basa en la falacia de que necesitemos, por antonomasia, un sistema que rija dichas relaciones más allá de las que uno sepa forjar consigo mismo no en base a experiencias u opiniones ajenas, sino a través de las vivencias que cada individuo experimente en sí.

Si aceptamos la idea de que un grupo realmente no existe como entidad y por lo tanto no puede tener experiencias, por ende, habremos de aceptar también que un grupo no puede disfrutar de justicia social, defender valor alguno o vivir ningún estado ya sea este bueno, malo o, de hecho, disfrutar, sufrir o cualquier otra cosa que requiera de la existencia. Lo interesante del asunto no es tanto el negar al colectivo su corporeidad sino preguntarse quién, en realidad, disfruta de la justicia social y de esas otras cosas tan maravillosas que supuestamente se le atribuyen al colectivo como entidad y por las cuales nos hemos de partir todos la cara. La respuesta no es otra que la misma de siempre: Aquellos individuos que dirigen el colectivo.

Es aquí donde cabría detenerse para contemplar, una vez entendido que el colectivo está inequívocamente dirigido por individuos, otra de las falacias sobre las que éstos asientan su “status quo” y que no es otra que la asunción que un individuo (excluyéndose ellos mismos claro está) puede, realmente, equipararse a otro individuo. Si tenemos en cuenta que cada ser humano es único por definición, se nos revela imposible el establecer una serie de normas o conductas que puedan llegar a estandarizar las relaciones entre ellos sin someterlos a algún tipo de servidumbre. Éstos, de forma natural, no van a poder encajar en un molde preestablecido por la sencilla razón de que, sin importar el molde que se pretenda usar, dos individuos diferentes no pueden compartir las mismas características debido precisamente a su cualidad de ser únicos por naturaleza. El molde es uno mientras que el individuo es infinito.

Esta última asunción, más allá de ser una mera especulación metafísica, se puede observar empíricamente en diferentes partes de la anatomía humana. Sino existen dos individuos con el mismo iris o las mismas huellas dactilares, es de igual forma imposible que sus dos formas de pensar o actuar sean las mismas si, de hecho, todo ello toma forma a través de un organismo intrínsecamente más complejo que la piel o los glóbulos oculares: la psique humana.

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Y es aquí donde, de nuevo, encontramos a nuestra justiciera y a su flamante iPhone ultimo modelo ya que la solución a todo este entramado de intereses contrapuestos, de individuo versus individuo, de confusión al respecto de las propias intenciones y de profunda separación es, solamente, una ilusión.

Si retomamos nuestro alegoría fisiológica podemos darnos cuenta, más allá de la mera comparación, de que estás partes únicas que se aprecian en cada individuo son de hecho componentes especializados que la totalidad del organismo del individuo genera y usa para operar en el mundo de las formas pero que, más allá de la función concreta que esas partes tengan dentro de la anatomía del individuo, éstas en realidad carecen de sentido por sí solas fuera del marco que las contienen: El propio individuo. Dichos órganos no tienen otra función que la de, efectivamente, permitir al individuo operar en el mundo físico. Lo que realmente cohesiona todas esas partes se encuentra más allá del propio individuo. Es decir, el objetivo final de la piel, el iris o cualquier otro órgano que funciona dentro del individuo es sencillamente contribuir a su existencia. Es decir, vivir.

La vida, como componente unitario y común a todo individuo o de hecho, cualquier organismo de nuestro planeta, tiende a su diferenciación con el único objetivo de especializarse o “hacerse único” en su máxima expresión a fin de vivenciar con la mayor intensidad una experiencia particular. Esta idea, aplicada a la teoría psicológica vendría a ser lo que Jung llamó “el proceso de individuación”.

Dicho proceso, como la vida, de la cual el ser humano participa en sus más altos estratos, tiene un flujo descendente y otro ascendente. Un día y una noche. Un verano y un invierno. Una suerte de ciclo que de igual forma que sucede en la naturaleza, sucede en el individuo por formar parte él mismo de la naturaleza. Este ciclo, en su primera instancia o de descenso a la materia, busca la individuación con el objetivo de, no sólo entender las particularidades que posee como individuo, sino para ser plenamente consciente de ellas, darles valor y ponerlas en movimiento en la propia existencia.

Una vez terminada esta fase de condensación en la que se comprenden las particularidades del sí como individuo, se produce la fase de aspiración que permite al individuo manifestar su ser en comunión con el resto de la vida. Esta fase es la que en tradiciones orientales como el budismo se asociaría con estados alterados de la consciencia tales como el Nirvana.

Sin embargo y más allá de lo que popularmente se entiende por “Nirvana” (muy bueno el Nervermind), dicho estado no implica una disolución de la identidad individual sino que, en realidad, se trataría más de experimentar dicha identidad dentro de un organismo mayor que podríamos llamar (macro)cosmos, universo, Dios o simplemente, el devenir.

Esta dualidad en la que el individuo sigue siendo él mismo y a la vez parte del todo, no es en realidad tal, sino un tercer estado que se podría sintetizar con la frase que asevera que “el resultado es mayor que la suma de las partes”. En otras palabras, el estado de consciencia en el proceso ascendente de la vida tiende a abarcar no sólo al propio individuo sino a todos los individuos por separado como una totalidad, de igual forma que la piel o el iris de los ojos no dejan de ser lo que son por el hecho de, a su vez, formar parte del cuerpo humano y contribuir a su correcto funcionamiento.

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Es importante entender que este proceso ascendente no puede darse a menos que previamente se haya dado el descendente. Esto comprende el ser consciente de las cualidades que se posee y sobretodo, de aquellas partes de sí que no son tan agradables y sobre las que se ha de trabajar. Dicho trabajo, mediante el cual el individuo limpia su propia psique de adherencias y pulsiones, tanto propias como adquiridas, suele ir unido a la confrontación del individuo con lo que en psicología Jungiana se denomina “la sombra”. Esta sombra comprende aquellos aspectos que por naturaleza, el individuo, tras un arduo proceso que generalmente viene acompañado de profundas crisis existenciales, reconoce como contraproducentes en lo que posteriormente será su proceso de ascensión y del que, en el mejor de los casos y aunque sea de forma inconsciente, el individuo ya se sabe encaminado.

Este confrontar la sombra no implica necesariamente la destrucción de la misma ya que paradójicamente, dicha sombra es, de hecho, parte del propio individuo y por lo tanto como parte fundamental que es de él, no se puede escindir de sí misma sin provocar daños irreparables a la totalidad del ser. El confrontar la sombra es un proceso que cada individuo debe afrontar por separado y en solitario con el fin de, en última instancia, llegar a un entente totalmente personal e intransferible con la misma para que ésta deje de ser un veneno y se transforme en la medicina que acompañará al individuo en su camino de ascensión y que permitirá a éste abrir las puertas de su percepción.

Y es que, comprendida la basura que habita en el uno, es mucho más fácil comprender la basura que habita en el otro.

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Por otra parte y en el devenir de este proceso de descenso y tal como hemos apuntado, toman partido tanto el propio inconsciente personal como el inconsciente colectivo en el que la propia psique del individuo, incluyendo su sombra, se hayan inmersas. Este es el motivo principal por el que el individuo, de alguna manera, intuye el proceso en el que se encuentra aunque no sepa identificarlo claramente, sobretodo en sus primeros estadios. Este proceso, que fundamentalmente se cristaliza a través del Ego tiene como propósito más allá del consolidar la propia psique, el hacer consciente al individuo del proceso como una finalidad en sí misma.

Mediante la comprensión del proceso que, como comentamos, se relaciona con el inconsciente colectivo tanto como con el propio insconsciente del individuo, éste va paulatinamente contemplando la idea de que dicho proceso es, en realidad, común para todo individuo y que lo que le sucede particularmente es sólo una manifestación concreta de dicho proceso en base a su condición única de individuo. Lo realmente trascendente de este camino de descenso es el darse cuenta de que, de igual forma que el inconsciente individual está unido con el colectivo, lo está todo lo demás por ser lo inconsciente la base de toda manifestación: Una idea incluso antes de manifestarse en el consciente y posteriormente en la realidad tiene como punto de partida el inconsciente; primero personal y en última instancia, colectivo.

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Este darse cuenta o auto-realización es imperativa ya que el proceso de aspiración que, en ultima instancia, lleva al individuo a su Nirvana particular no se va a poder realizar a menos que se comprenda que los defectos, actitudes e intenciones de los demás individuos son proyecciones o posibilidades que no se plantean desde fuera del propio individuo como algo ajeno sino que, en realidad, forman ya parte del propio individuo vía inconsciente colectivo.

De este (aparentemente) complejo entramado psicológico es de donde emanan la gran mayoría de conflictos en los que el individuo se ve inmerso cuando se ve enfrentado al colectivo. Aquellos que dirigen el colectivo, sobretodo en las más altas capas del sistema, lejos de ser meros administradores del asunto, conocen muy de cerca todos estos principios. Arrojar al individuo al colectivo sin que éste haya recorrido su particular camino de descenso ha sido materia de estudio desde hace incontables generaciones. Los motivos son diversos y variados pero el fin siempre es el mismo: La escisión del individuo. Primero de sí mismo y después, de los demás. Y es que sólo un individuo escindido puede ser controlado. Es bajo esta premisa y a la sombra de la eterna búsqueda de la propia identidad que desde el colectivo se nos pueden ofrecen soluciones que nos eximan de la responsabilidad a la hora de asumir nuestro particular proceso de individuación.

Desde luego es mucho más fácil encontrar respuestas cuando éstas se sirven en bandeja de plata: Justicia social, defensa de los valores, estado del bienestar, el bien común...Y es que este entramado ha de ser forzosamente así. De lo contrario todo el sistema se vendría abajo.

Y es que desde el momento que el individuo comprende que lo que necesita ya se haya dentro de sí mismo, cualquier intento de imposición externa que no pase por el filtro del auto-conocimiento, ésto es, de lo que el individuo ya sabe de sí y por ende de los demás, está irremediablemente condenado al fracaso.

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