El imperio del silencio
En una entrevista en la Alemania de la posguerra Hannah Arendt responde que lo que le queda de la Alemania del pasado es la lengua materna. La fuerza de ese momento ahora es parte de mí, comprendo el significado emocional de esta frase. ¿Qué es la lengua materna? La lengua de lo vivido y de lo vívido. Es la lengua desde la que significaste el mundo y construiste tus sueños, metas y esperanzas. Es la historia de la suma de las experiencias que son las bases de cómo hablas. Es, a fin de cuentas, lo que determina el suelo de la escritura. Y como Hannah Arendt, no es algo que quiero perder sino que es lo que queda.
La lengua castellana de la que soy hijo es hecha por gente que ha pasado por mi vida, que me ha transmitido valores y sentidos, significados y concepciones, que definen mi estilo de hablar, escribir y crear. En el inglés podré estar bajo la égida de Orwell, Twain o Wilde pero en español estoy bajo la égida de mis abuelos, profesores, amigos, tierra, y también bajo la égida de Borges, Job Pim, Nazoa, Rulfo y pare usted de contar. No creo que uno debe ignorar cómo uno habla, y más ahora que el ruido frenético del mundo nos deja solos con nuestra voz. En el mundo moderno en el que estamos, desde hace más de un siglo, la lengua retrocede ante la consigna, el pensamiento ante la lealtad y el genio ante la necedad; y esto hace que la lengua retroceda y pierda su magia, su fuerza y su capacidad de decir. Cada vez nuestro decir es menos rico y cuando lo es nunca es en contenido sino en pretensiones vanas de decir poco con muchas palabras.
Desde pequeño he soñado con dedicarme a la palabra y, hoy que la palabra languidece por los males que han sido ya debidamente denunciados por voces varias que se han dedicado a la vida del oído y el ojo, lamento mucho haberle dado la espalda a ese sueño. Dedicarse a la palabra, como nos enseñó el corto y largo y olvidado siglo XX, no responde a la idea de oficio que nos ha legado el mundo del trabajo. Por el contrario, muchos de estos trabajos no se dedican a la palabra sino al silencio. El alegato de Kraus contra los periodistas, de Orwell contra el uso del idioma por parte de los políticos, de los analistas de la transformación que provocaron los nazis al alemán, nos hacen todavía hoy mucho sentido.
Dedicarse a la palabra es base del edificio de la comunicación pero no es un ejercicio comunicativo. Dedicar la palabra a emitir mensajes a los oyentes es una soberana pérdida de tiempo. Si quisiéramos oír hace rato que habríamos escuchado el silencio en el que está la palabra en nuestro mundo. Dedicarse a la palabra es, a fin de cuentas, dedicarse a decir lo no dicho o lo que se calla cuando se dice o lo que está oculto en lo dicho. Cada oficio del mundo del trabajo adapta el cómo dedicarse a la palabra, y cómo profanarla. El periodista que se dedica a la palabra sabe qué significa en su oficio "decir lo no dicho, lo que se calla cuando se dice, lo que está oculto en lo dicho", y es diferente a qué significa esto en un literato, en un médico o en un sociólogo. Pero la palabra se honra cuando se dice lo que falta, lo que ha provocado todo este imperio del silencio.