Ulises y el Maestro de la Leyenda de la Magdalena (Primera Parte)
‘Durante años, mi señor Ulises anduvo vagando por esos mundos, al capricho de una tragedia, que mi mentor y maestro, Homero, llamó la Odisea. Cuando al fin pudo retornar a Ítaca, mi señor Ulises se hizo a sí mismo la promesa de que no descansaría, hasta conocer todos los rincones de su tierra natal...’
[La Odisea de Ulises en Ítaca. Crónicas de Nadie]
Nunca fue un secreto, que mi señor Ulises sentía una especial predilección por el Arte. En cierta ocasión, cuando el aliento de Bóreas, Arcángel de los Vientos del Norte, boqueaba nieve en la Meseta castellana como el que regurgita el exceso de vino de la noche anterior, mi señor partió temprano una mañana –tan temprano, por la Santa Maga Circe, que aún el gallo no había tenido tiempo de echarle en cara a un atribulado San Pedro, sus tres negaciones en el llamado Huerto de los Olivos- para encaminarse a la espléndida ciudad amurallada que los arévacos –fieles admiradores del verraco y la tauromaquia, afición posiblemente heredada de aquél diestro rey llamado Gerión, al que el pérfido Hércules le hizo un ‘Black Friday’ con los bueyes- denominan como Ávila.
Ávila, igual de fría o más, quizás, que esa Soria a la luz de la luna, a la que le cantara con evidente emoción aquélla alma de lírica gregoriana que fuera San Antonio Machado –no el maestro de instituto que enseñaba Civitas Civitatis, sino el poeta que le cantaba a las guitarras de los mesones de los caminos y soñaba con mundos evanescentes como pompas de jabón- es también una pequeña perla, en cuanto al Arte se refiere, que anclada en esa esteparia concha de costra berroqueña que es la Meseta –como diría el Santo Unamuno- invita a los sentidos a dejarse llevar por la emoción de encontrar ocasionales maravillas, de relevante interés para todos aquellos que se dejen seducir por la belleza y el misterio.
Seducido, pues, mi señor Ulises hace mucho tiempo, el Museo Provincial de Ávila se le antojaba como ese otro canto de sirenas, metafóricamente hablando, cuyo peligro había que afrontar a pecho descubierto, sin la inconveniencia de los tapones de cera para los oídos ni una venda para los ojos, antes de que la duda y el desánimo –o la Escila y la Caribdis, a las que le cantaba el Bardo Homero- terminaran hundiendo definitivamente en los océanos del olvido la frágil nave de la Imaginación.
La visita –según oí referir a mi señor- tenía, además, el aliciente añadido, de que el Museo se había visto gratamente favorecido por la legación de un formidable conjunto de obras artísticas, de diferentes épocas, estilos y temáticas que durante muchos años habían estado ocultas de la vista del público en general, habiendo formado parte de la colección privada del marqués de Benavites, hombre de prolífica experiencia, que entre otras obras personales de carácter manuscrito, figuraba un extenso tratado sobre el arte de la Tauromaquia, pues el toro, en la Ítaca Hispania, siempre ha sido considerado un bien de interés cultural.
Según parece, habían llegado a oídos de mi señor Ulises –hechizado siempre por la sobresaliente belleza y el misterio desplegados en sus obras por los pintores flamencos de los siglos XIV a XVI, sobre los que el Maestre Panowfsky diría que habían sido influenciados por las técnicas de los grandes artistas del Cuatrocento y el Cincuecento italiano- que en dicho museo se exhibía un magnífico tríptico, con el cual los especialistas no terminaban de ponerse de acuerdo, pues mientras unos abogaban por atribuírselo a Hans Memling y su escuela, otros, por el contrario, defendían la autoría de un misterioso maestro, que firmaba sus obras como Petrus Christus. No obstante, mi señor, sin ser un experto pero sí poseer un buen ojo para los detalles, pensaba en la posibilidad de que dicho tríptico pudiera ser obra de otro enigmático maestro, del que apenas existían referencias sobre su vida y su persona, el cual, por la temática de muchas de sus obras –la mayoría, desaparecidas antes, durante y después de la Segunda Guerra Púnicomundial- era conocido con el sobrenombre del Maestro de la Leyenda de la Magdalena.
Fin de la Primera Parte
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