EL ARDID. CAP V (Novela corta)
CAPÍTULO V
El sol brillaba, disipando la niebla del día anterior. Desayunó junto a Tomás, era menester guardar las apariencias; al terminar con el desayuno, ambos salieron rumbo a la iglesia. De camino se toparon con don Sebastián, quien les informó que ya había contactado al herrero y al carpintero, y que solo restaban los albañiles. A paso vivo hizo un gesto con la mano y se despidió con rapidez; iba camino a la ciudad para comprar los materiales que había escogido Baltazar y algunos otros que había agregado Tomás.
Baltazar observó la expresión de tomás y concluyó que él no era el único que se asombraba por la agilidad de don Sebastián dada su edad.
Tomás no era un hombre muy hablador, así que ambos permanecieron en silencio durante el trayecto hacia la iglesia. Una vez dentro, evaluaron en conjunto la estructura y planificaron por donde comenzarían a trabajar. Si todo salía como esperaban, la iglesia estaría lista para día de reyes.
—Si todo era obra de su plan maestro, ¿cómo es que fallaba tantas veces? —se preguntó, mientras observaba los retablos desde el pasillo de la nave. Descartó con rapidez la pregunta y dejó su mente en blanco. Era mejor prevenir.
Lo de restaurar la iglesia iba viento en popa —pensó Baltazar. El asunto que le faltaba por concretar, era cómo acercarse a Mariagracia. Procuró no topársela ese día. No le fue tan difícil. Había decidido llegar mucho más tarde que el día anterior; para eso desayunar con tomás había sido muy útil. Le habían dicho que era auxiliar de la escuela; sería lógico pensar que pasaría la mañana ahí. Así que lo único que tendría que hacer era cuadrar su horario para no coincidir con el de ella cada mañana, mientras ideaba algo que lo asistiera en su engaño.
Durante cuatro meses logró su cometido. Nunca coincidía con ella ni en la iglesia ni en ningún otro lugar. Aunque ella no lo veía, él sí la había estado vigilando; sobre todo por las noches.
Tenía una vida tan rutinaria y simple. Se levantaba a las 04:30 a rezar, aseaba su casa, desayunaba algo ligero y salía para la iglesia. Ponía orden, aseaba lo que no estaba en construcción, así al día siguiente amaneciera polvoriento de nuevo. Cuidaba de los retablos como si fueran de oro y atendía al padre Nicolás, tanto en las cosas de la iglesia como en su vida personal.
Luego, iba al colegio y se encargaba de los niños. Volvía a su casa para comer, revisaba si no había nada pendiente por hacer, pasaba por casa de su amiga Nuria que, con frecuencia estaba en compañía de otra chica, conversaban poco y a veces casi nada; Mariagracia solía salir despavorida con las confidencias de su amiga. Y claro, como no, si la niña andaba enredada con un demonio, A quien por cierto, Mariagracia en realidad no podía ver; se ponía pálida, gritaba y se desmayaba como si viera al mismísimo Lucifer.
Había llegado a pensar que eran exageraciones y excusas del íncubo, pero pudo confirmar por sí mismo, que en realidad el asunto era una pesadilla; entre el don de la chavala y lo mojigata que era, ya no ponía en duda lo complicado que sería apoderarse del alma de aquella chica; el poco tiempo libre de Mariagracia lo pasaba con Nuria y la otra chica; por las noches, llegaba a su casa y no volvía a salir hasta el día siguiente en que todo volvía a ser igual.
Alguna que otra noche, espiaba sus sueños en busca de alguna señal, de algún dato que le indicara qué podría utilizar en su contra. A pesar de haberla investigado, no conseguía nada que lo llevara por un camino certero. Lo único que observaba últimamente, era su propia imagen en aquellos sueños. Era como si ella hubiera grabado en lo más profundo de su mente aquel breve encuentro.
En cierta forma aquel descubrimiento le llenaba de una extraña satisfacción. Una de tantas noches tuvo una llama de inspiración. En un abrir y cerrar de ojos, estaba a los pies de aquella cama tan austera, mirándola dormir.
—¿Por qué no? —se preguntó en voz casi inaudible, mientras iba dando forma al plan que echaría a andar.
Inspirando un par de veces, se introdujo en su psiquis y trató de inducir un sueño erótico entre él y ella. Había logrado provocar imágenes de ellos dos tomados de la mano; revisó sus constantes y dio un paso más. Indujo una secuencia de ambos a menor distancia, primero una suave caricia, luego rozando sus cuerpos; volvió a observar sus constantes y se sintió más seguro, así que dio otro paso más. Dibujó en su mente un beso tierno que con lentitud iba avanzando en profundidad y apasionamiento; sintió la vibración de sus ondas cerebrales enviando señales a todo su cuerpo y probó a ir más allá. Cuando la imagen cambiaba a él acariciando sus pechos, ¡zas! Mariagracia despertó de golpe, aventándole con fuerza fuera de su psiquis. Estaba aterrada, temblorosa y pálida. Se arrodilló frente al Cristo que tenía en su cuarto y rezó por horas y horas hasta que el agotamiento la venció y la hizo caer en una posición forzada sobre el colchón.
En vista de aquella interrupción tan abrupta, decidió repasar en qué había fallado.
El acercamiento lo había logrado; había incluso logrado provocar la imagen de un beso nada casto. Revisó con detalle las señales que ella había dado; estaba ansiosa, el pulso acelerado, estremecida y sí, excitada. Repasó un poco más el punto de ruptura y entonces, lo comprendió. Todo se vino abajo cuando intentó ir más allá.
Se introdujo una vez más en su siquis para revisar sus sueños. Esta vez La observó siendo castigada con rudeza por una mujer que, por sus formas y apariencia debía ser su madre. Evaluando sus posibilidades y el tiempo que le restaba hasta el amanecer, decidió que sería mejor retirarse. No quería ser visto por nadie, así que desapareció y volvió a aparecer en su habitación.
—¿Tomando el aire fresco? —Le preguntó una voz ronca, sensual y muy femenina.
—¿Qué rayos haces aquí, Tanya? —Le preguntó, sorprendido.
—No seas ridícula. Deja eso para los humanos incautos y termina de decir a qué viniste —la súcubo alzó una ceja ante aquel tono tan áspero; se sentó en la cama cruzando una pierna sobre otra.
—Algún día te arrepentirás de tanto rechazarme.
Baltazar comenzaba a perder la paciencia. El tono de amenaza no le pasó desapercibido.
—Tanya, termina de escupir a qué coño viniste de una puta vez.
La súcubo esbozó una sonrisa divertida, al ver las llamas ardientes danzando en aquellos hermosos ojos verdes. El tono desafiante de Baltazar la traía sin cuidado.
—Mi señor… nuestro señor... te manda a decir que no sigas perdiendo el tiempo y que recuerdes que te quedan ciento cuatro noches.
—¿Y desde cuándo te usa como mensajera? —El tono suspicaz de la pregunta la hizo sonreír, maléfica.
—Desde que anda muy ocupado para perder el tiempo recordándote lo que debes hacer.
—El mensaje ha sido entregado. Puedes largarte por donde viniste —Aquel deje socarrón de tanya le estaba haciendo perder la poca paciencia que le tenía.
—Está bien —dijo con aburrimiento—, igual nada hago por aquí.
—Una cosa más, Tanya —dijo Baltazar parándose frente a ella—, no se te ocurra meterte con ningún humano del pueblo, ¿me has entendido? No necesito sospechas innecesarias justo ahora.
Baltazar resopló al verla desaparecer en sus narices, dejándole con la palabra en la boca.
La visita de Tanya lo había irritado en extremo. Aún no olvidaba su participación en una revuelta para derrocar al maligno casi un siglo atrás. Al final fingiendo haber sido forzada el maligno la había perdonado, pero él, no. Si de por sí, las criaturas del inframundo no eran de confiar, Tanya mucho menos.
Sabía… sentía en lo profundo de su ser que algo se tramaba en su contra, pero aún no tenía idea de qué podría ser. Baltazar era consciente de ser envidiado por muchos demonios. Pero lo que en realidad le inquietaba, era sospechar que tras esa traición estaba Lucifer y no otro ser. Se dijo que permanecería alerta por cualquier cosa.
Faltaba poco para que el sol hiciera su majestuosa aparición. Los últimos días había estado más brillante que de costumbre; como si quisiera hacerse notar por encima de otros elementos de la naturaleza. Por razones obvias, él prefería los días nublados y tormentosos pero, qué se le iba a hacer.
Se alistó y salió con rapidez rumbo a la iglesia.
—¿No vas a desayunar, chaval? —preguntó don Manuel, mientras iba poniendo la cubertería.
Baltazar negó Con un gesto de cabeza. Tenía prisa. Abrió la puerta de un tirón y salió a zancada viva.
—Es demasiado entusiasta ese muchacho —pensó en voz alta don Manuel, terminando de colocar los platos en las mesas.
—Yo no diría precisamente eso —Replicó su mujer, mientras batía los huevos del revoltillo con una cadencia vigorosa.
—Tú siempre con tus sospechas, mujer.
—Ojalá esta vez me equivoque, Manuel—el reproche de su marido le atenazaba el nudo en el estómago, pero no dejó de batir los huevos.
—No entiendo por qué siempre tienes que ser tan desconfiada, Julia —Julia dejó de batir los huevos y fue a por el sartén.
—No se trata de que yo sea desconfiada —replicó—. ¿Nunca has pensado que quizá yo veo lo que muchos se niegan a ver, Manuel?
—¿Y qué se supone que me niego a ver en ese chaval, Julia? —Manuel iba dejando los vasos con más ímpetu del habitual sobre las mesas.
—Lo sabes de sobra, que te niegues a aceptar que ese muchacho no es lo que aparenta ser es otro tema.
—No tiene sentido seguir discutiendo, mujer —soltó Manuel, con impaciencia—. Le has cogido inquina al chaval porque está reconstruyendo la iglesia y sabes que Nicolás no aprueba tus creencias.
—No te atrevas a acusarme de intolerante, Manuel —espetó Julia, soltando algunos platos en el fregadero—. Bien sabes que respeto las creencias de los demás, aunque no se respeten las mías y, que jamás haría nada, ni siquiera pensar, contra quien quiera reconstruir la iglesia o el pueblo entero.
—No es que te acuse, cariño —dijo Manuel, a sabiendas de que había metido la pata hasta el fondo con su mujer—. Lo dije sin pensar.
Julia se giró para darle la cara. Su rostro mostraba lo dolida que se sentía; sin embargo, no alzó la voz ni en un solo momento.
—Es que ese es el problema, Manuel —dijo presionando el índice en el pecho de su marido—. Hablas sin pensar, como muchos habitantes del pueblo. Os pensáis que solo soy una loca supersticiosa; una mujer que juega con el maligno, que practica brujería y es capaz de hacer daño a los demás y, eso no es así.
—Julia… yo sé que no eres capaz de matar una mosca, cariño —murmuró Manuel, afligido por el daño que le había ocasionado a su mujer.
—entonces por qué me cuestionas de esta manera cuando te digo que ese chaval no es lo que todos creéis que es, Manuel? —Julia respiró profundo, conteniendo las lágrimas que le empañaban los ojos.
Manuel guardó silencio un momento, siempre le habían paralizado las lágrimas femeninas.
—Escucha, Julia —dijo tomando a su mujer por ambos brazos con delicadeza—. Te quiero y siempre he respetado tus creencias, de verdad. Perdóname si dije una burrada, ya sabes que soy muy burro a veces pero no lo hago por mal.
Julia apoyó la palma de la mano en el pecho de su marido.
—Mira, Manuel —dijo mirándole a los ojos—. Sé que es difícil de entender, que puede parecer una locura, pero créeme, ese hombre no vino a traer bienestar al pueblo, aunque parezca lo contrario.
Manuel se fijó en los ojos de su mujer. Pasado el momento de dolor, volvían a estar claros y brillantes. La conocía y lo había visto, ella tenía miedo. No era prejuicio hacia un forastero, ella tenía verdadero terror.
—Si te deja más tranquila, prometo que estaré atento al chaval y, si veo algo raro, hablaré con Justino de inmediato… te lo prometo.
Julia se abrazó a su marido. Un leve estremecimiento le recorrió todo el cuerpo.
—Yo solo quiero que me prometas que tendrás cuidado, Manuel —dijo apoyada contra su pecho—. No quiero perderte, no qiero.
—te lo prometo, ya lo sabes —dijo besándole en la coronilla.
Julia se apartó un instante, Manuel vio el amor reflejado en los ojos de su mujer y la estrechó con fuerza entre sus brazos.
—Estaremos bien, cariño, ya lo verás.
—Ojalá, Manuel, Ojalá así sea.
—claro que sí —dijo apartándola un poco—. Ahora vamos a dejarnos de cháchara, que en nada tendremos a todos los huéspedes hambrientos reclamando su desayuno.
Julia asintió y volvió a ocuparse de los fogones.
Manuel suspiró profundo, mientras la veía hacer. Cuando el primer huésped llegó dando los buenos días, puso su mejor sonrisa y se dispuso a a atenderle.
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