La procesión de Carmen
Doblaban las campanas cuando ella pisó la calle. Era la procesión de la Virgen del Carmen y la fiesta se apoderaba de aquel rincón mediterráneo al igual que de tantos otros, pero para Carmen la procesión iba por dentro.
Turistas en chanclas se mezclaban con los lugareños luciendo sus mejores adquisiciones de las rebajas, aunque destacaban los niños vestidos de marineritos y las zagalas con el traje típico de blusa blanca de hombros al aire sobre la que se ceñía una falda de volantes azul marino y el imprescindible fajín rojo, así como una flor en el cabello.
-Mira mamá, ya se acerca al embarcadero, desde donde partirá rodeada de otros barcos y barcas de pescadores- exclamó Manuel, aunque ella no parecía escucharle.
-Qué guapa estás. Siempre te arreglas el día de tu santo. Parece que no pasa el tiempo y por fin este año te animas con el blanco, que te hace brillar sin el luto...- insistía el hijo en la bruma, mientras ella se encaminaba indiferente en paralelo a la orilla hasta la otra punta de la playa
Allí los cofrades y un buen puñado de mozos vestidos de marineros se preparaban para recibir a la Virgen. Acercaron unos travesaños que dejaron sobre la arena, para meterse después en el agua hasta bautizarse sin quitarse el uniforme, salvo la gorra, bajo las suaves olas del atardecer.
-Mamá, ¡ven aquí! -gritó impaciente- Desde este sitio lo vas a ver todo al detalle, como a ti te gustaba cuando era niño: cómo desembarcan la imagen, la mecen a los pies del mar y, descalzos, continúan bailándola hasta sacarla al Paseo Marítimo.
Pero el bullicio de las gentes, los chiringuitos de espetos, la retahíla del biznaguero, el clamor de los feligreses y la música de la banda, ensordecieron sus palabras, que se tornaron invisibles a su madre mientras avanzaba para intentar besar el manto de flores de la talla. Entonces empezó a escucharse al emocionante coro: “Salve, estrella de los mares. Salve, reina de la mar...”
Cuando Carmen, no sin esfuerzo y esquivando tanto brazos como móviles, alcanzó acariciar a la Virgen y llevar las yemas de sus dedos hasta besarlas, elevó sus ojos al cielo. En ese instante su mirada se cruzó con la suya y no pudo reprimir las lágrimas al acordase de su hijo Manuel, a quien se lo tragaron las olas hacía ya cinco inviernos mientras faenaba. El agua salada surcaba su cara y caía en cascada desde su barbilla hasta el pecho, donde latían sus recuerdos y retumbaban los fuegos artificiales dejando su fugaz estela de pólvora bajo el firmamento.
Texto y fotos: @gemamoreno
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