La vitrina de mi abuelo
¡Avanza! - gritó el Ingeniero, cuando por el tramo de vía recién colocado la víspera llegó el ferrocarril, cargado de gente, carbón y alimentos. La pradera relucía silenciosa bajo la amarilla luz del sol, en el horizonte se alzaba en una bruma azul la alta sierra boscosa. Perros callejeros contemplando el inico del trabajo y el tumulto en medio del descampado, la aparición de manchas de carbón, de cenizas, de papel y de hojalata sobre los prados verdes.
Un día, apareció una casa apoyada sobre pilotes de madera, construidas sobre las aguas tranquilas de lagos y lagunas. Sobre la tierra asustada chirrió el primer martillazo de un carpintero, y al día siguiente levantaron otra casa, y otra más, cada día aparecían nuevas casas y pronto fueron también de piedra. Los perros callejeros se mantenían apartados, el lugar se fue domesticando y comenzó a dar frutos; en la primera primavera ondeaban los campos llenos de verdes cultivos, y entre ellos se alzaron patios, establos y cobertizos. El desierto quedó cortado por caminos.
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La estación quedó terminada e inaugurada y luego el palacio de gobierno y el banco; en pocos meses surgieron en las cercanías varias ciudades hermanas más pequeñas. Acudieron trabajadores de varios lugares del mundo, inmigrantes, campesinos, predicadores y maestros, se fundó una escuela, tres comunidades religiosas, dos periódicos.
Transcurrido otro año, llegaron rateros, atracadores, un bazar, un modista parisense, una sastrería, una cervecería. La competencia de las ciudades vecinas aceleraba el ritmo urbano. Ya no faltaba nada; de los discursos electorales a la huelga, de la sala de cine, a la iglesia. Y lentamente también fue llegando la cultura. Cantantes, bailarines y músicos de segundo orden comenzaban a incluir a Caracas en sus giras.
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La ciudad, que al principio no era más que una colonia, comenzó a convertirse en patria. Existía allí una manera muy peculiar de saludarse, de vestir tanto hombres como mujeres, una manera de inclinar la cabeza, al encontrarse, ligera y sutilmente distinta de la manera de otras ciudades.
Los hombres que habían participado en la fundación de la ciudad, eran tratados con respeto y cariño, irradiaban una pequeña nobleza. Creció una nueva generación, la ciudad les parecía ya una antigua patria de origen casi eterno.
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La época en que allí resonó el primer martillazo, en que se celebró el primer oficio divino, en que se imprimió el primer periódico, quedaba pérdida en el pasado, era ya historia.
La ciudad había llegado a dominar las ciudades vecinas y había pasado a ser capital de un gran territorio. En la anchas calles despejadas, donde antaño se habían alzado las primeras chozas de madera y hojalata, junto a montones de cenizas y charcas de agua, se levantaban ahora serios y respetables edificios administrativos, y bancos, teatros e iglesias, los estudiantes se dirigían rutinariamente a la universidad y la biblioteca, las ambulancias avanzaban silenciosas hacia los hospitales, la gente reconocía y saludaba el automóvil de un político, y en veinte impresionantes escuelas de piedra y acero se celebraba cada año con cantos y conferencias el Día de la Fundación de la gloriosa ciudad de Caracas..........
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Si mi abuelo viviera, hoy lo consumiera la nostalgia, al ver la profunda tristeza que arropa la ciudad que lo enamoró, y mandaría a tallar sobre una piedra este fragmento del poema escrito por Santiago Acosta. Caracas, 1983 aquí
"Caracas, estoy detrás de tus rodillas, con la joroba llena de dolor.
Yo era para ti. Acércate y calma mi dolor, acaricia mi pelo.
Este es nuestro tiempo, pero te haces vieja,
lo dicen todos mis amigos, mis amigos derramados,
descuartizados por todo el planeta. Mis amigos lejos de ti y de mi corazón"
Las dos primeras imágenes que acompañan este post pertenecen a nuestro álbum familiar y fueron tomadas con una cámara Sony DSC-H5, y digitalizadas en el año 2016