Después de tanto...
Te oí decir que te irías a no sé donde, que te suicidarías, que me olvidara de ti, que me fuera al diablo. Esa noche, tus palabras se mezclaron con el silencio de la habitación, con la botella de vodka y con el sueño que me pesaba en el párpado. Habría podido decir que he tenido más de dos años sin verte sino te hubiera visto hoy. Te cruzaste en medio del pasillo del Supermercado, así, sin más, y si no te hubiese conocido tanto como alguna vez te conocí, juro que me hubiera olvidado de ti. No pude evitar incluso, reparar un poco en tu rostro. Fue como el lento reconocimiento del ciego, del desamor. A medida que transcurrieron los segundos caí en cuenta que te veías distinta, que te habías cortado el pelo y ahora sólo caía en flecos hasta tus hombros desnudos, que tu piel lucía sensible al tacto y a la caricia, que en vez de dientes tenías perlas y que al lado de tus labios aún se marcaban las pequeñas comas al hablar, pero por sobre todo descubrí que cada vez que te miraba a los ojos era como si te conociera desde siempre, desde otras vidas, o como si te estuviera conociendo por primera vez.
Esa tarde helada de junio terminamos hablando largamente en un pequeño café de la Avenida San Martín. Te sentí llegar, entonces, como a un gatito pequeño y sigiloso, y cada letra expulsada de tu boca, de tu lengua, era como un do, como un la, un si, un mi, y todas juntas formaban frases dentro de una partitura, y había que oírla y acabar contra el mal tiempo, contra las asperezas del destino y del reencuentro apócrifo, ponerse cómodos con un café justo a la mano, escuchar los truenos de afuera, los ruidos de la máquina del café al hacer ejecutar sus engranajes, al viejo Frank anotar los pedidos de los clientes, sin embargo, todo eso era vano, ínfimo e inútil, la cotidianidad en su máxima expresión, el diario sobre la mesa con un olvidado título rebuscado, y comprendí muy en el fondo, que sólo eramos eso, ese minúsculo título de diario.
Y al fin de cuentas, te fuiste, ya en el ocaso del crepúsculo, cuando la lluvia había cesado y las calles abarrotadas de agua estaban. Sólo el camino apresurado a casa a pie, pudo desandar en mí la angustia y pesadumbre que me calcinaba el alma.
Ernesto A.
BESTIALEEEEEE!! BRUTAL!