Perdidas en Venecia
Venecia es famosa por sus Góndolas, por los canales, por las bodas, por sus carnavales, y quizá, también, por tener ese aire romántico (es una especie ciudad de l'amour pero en Italia). Hay curiosidades sobre ella que yo no conocía hasta haber llegado, como que: 1. Debido a que cada vez va descendiendo su nivel sobre el mar, todos los días a cierta hora se inunda la Piazza San Marco, 2. Es costosa tanto para el turista (¡Y vaya que para el venezolano!) como para el ciudadano, 3. El puente de los suspiros, en realidad, no tiene una historia tan romántica como se piensa, se le atribuye ese nombre por el último suspiro que dejaban los prisioneros del palacio Ducal al pasar por el puente antes de entrar al calabozo, 4. El medio de transporte del casco histórico es exclusivo por vía marítima, ¡Sí! Los tronchetto, que son auténticos buses pero flotantes, los taxis eran botes, la ambulancia y los bomberos eran botes, y cómo no, mucha gente de poder adquisitivo tenía su propio auto-bote. Era divertido. Además de sus innumerables canales, tiene miles de callecitas y callejones, que muchas, terminan sin salida.
Daban cerca de las siete de la noche y debíamos partir esa misma tarde hacia Venecia, el tren desde Padua se tomaba no más de media hora. Mi madre estaba muy plácida tomando un café en Caffè Pedrocchi —de pie, porque sentada costaba quince euros más— y a mi hermana le habían obsequiado un batido de esos extravagantes que llevan licor —pero sin el licor—, Daiquirí de fresa, sí, eso. Supongo que es por su indudable brisa latina que por esos lares llama tanto la atención. Yo como me parezco a mi madre, paso desapercibida. Además, otra cosa en que me parezco a los italianos es el mal humor. Llevaba desde las cinco recordando a mi madre la hora y que debíamos ir al hotel a tomar las maletas y luego tomar el bus hasta la estación de tren. Ella sólo me ignoró. Pensé que nunca le daría el último sorbo a su espresso.
Oscureció y nos fuimos caminando hasta el hotel, eran unas buenas cuadras, y mientras tomábamos las maletas comenzó a lloviznar. Me puse mi poncho como pude y me dispuse a cruzar la calle para esperar el bus, el cual se tardó como unos quince minutos en llegar. Nos bajamos cerca de la estación de trenes y la lluvia era poco más fuerte. Cuando nos dispusimos a hacer la fila para comprar los tickets, faltaban siete minutos para que saliera el último tren a Venecia. Eran las ocho y cincuenta y tres, y yo lo dejé en manos de Dios. Para más colmo no sabíamos adónde iba a llegar porque era hacia el otro extremo del terminal. Dios mío, ayúdanos. Mi madre se detuvo a preguntar y yo entré en pánico. Ocho y cincuenta y siete y el hombre al que le preguntó ni sabía dónde estaba parado. «No lo vamos a lograr», pensé. Comencé a llorar de la desesperación porque estaba mojada, la maleta y el bolso pesaban como sacos de plomo, los tres minutos, dónde íbamos a pasar la noche si perdíamos el tren, y eché a correr. Vi al otro lado del carril donde señalaba Terminal B, había solo que bajar unas escaleras, cruzar por el subterráneo, y volver a subir. Mi mamá me gritaba más atrás, pero luego no le quedó más remedio que seguirme. Yo estaba tan colapsada que me hubiera ido sola de ser necesario. Casi me caí por las escaleras, pero, al fin, llegué. Nueve en punto, mi madre estaba pisando la línea amarilla a mi lado. Llegó el tren y lo abordamos.
En ese momento no le pedí nada más a la vida, me sentí tan aliviada que casi no podía creer todo lo que hice para llegar. Pero no podía reír, suspirar, nada. Yo quería llorar. Mi madre no podía comprender eso, en cambio me quiso tomar una foto y yo hice mi mejor esfuerzo por sonreír pero no pude. ¿Cómo podían ella y mi hermana estar tan relajadas? Quería aprender esa impasibilidad que ellas se gastaban. Veía por la ventana la lluvia que bañaba la ciudad, y cómo ahogaba mi preocupación.
La media hora de viaje se me pasó en diez minutos, y bajamos del tren, donde no entendíamos nada. Estaba lloviendo aún más fuerte y había un manojo de gente terrible. Pero vamos, ya estaba en Venecia. Mi mamá se acercó a una taquilla (suponía que era de tronchettos) preguntando dónde quedaba el hotel y le indicaron que debíamos tomar el bus y bajarnos en la estación Rialto. Abordamos el bus flotante y en la banca donde estábamos había una pareja adolescente de italianos drogados que estaban muy cariñosos (y en mi opinión, algo obscenos). Parecían inofensivos, la verdad es que ni me importaban, aunque opté por alejarme. Entonces nos sentamos al lado de unos esposos cincuentones australianos de Melbourne, bastante simpáticos, y, casualmente se bajaban en la misma estación. Cuando llegamos seguía lloviendo y la noche pintaba que no tenía planes de escampar. Alrededor de las diez, comenzamos a caminar buscando el hotel, preguntando en los locales que aún estaban abiertos. Llegó un punto en que nos tuvimos que separar de Shirley y su esposo, y quedamos solas mi mamá, hermana y yo. Solas bajo la lúgubre luna de Venecia y la lluvia que nos empapaba. Solas en las calles con las casitas aglomeradas a puerta bien cerrada.
Perdí la noción geográfica, no sabía dónde estábamos paradas y ni siquiera si ya habíamos pasado por esa calle ya, todas lucían igual. Ya ni siquiera quería llorar, quería llegar al hotel y echarme a dormir. Once de la noche y nada que lo encontrábamos, a este punto, perdí el poco optimismo que me quedaba y comencé a pensar en qué nos depararía el destino. Tuve pensamientos tan tontos como que no regresaríamos a Venezuela porque nos perdimos y no sabríamos ni cómo regresar a la estación de tren; que nos adoptaría una vieja veneciana y quizá yo trabajaría para su pizzería o paninoteca. Mi mamá vio la frustración en mi rostro y me dijo "Tranquila, confía en Dios". Esa frase fue como una clase de mantra, porque de repente apareció frente a nuestros ojos una posada abierta y un hombre parado en la puerta; mi mamá le preguntó que si sabía dónde quedaba el hotel, y él le explicó que estaba justo al final de esa calle. Yo ya no sabía si creerle, teníamos una hora escuchando eso. Llegamos al final y era como salir del laberinto, había una piazzetta y en todo el frente, el hotel. ¡Aleluya! Dios mío.
Había que subir escaleras, la maleta ya me tenía los brazos hechos añicos. Hicimos el check-in y apenas entré en el cuarto me tiré en la primera cama que vi. Revisé la tablet y daba las doce menos un cuarto. No podía estar más agradecida con Dios porque al fin habíamos llegado, me parecía casi un milagro. Mi hermana se puso con que tenía hambre, pero a esa hora dudo que hubiera muchas opciones. No obstante mi mamá y ella decidieron cambiarse (y toda la ropa estaba mojada), y bajar a ver qué encontraban. Yo decidí quedarme, el día había sido bastante duro para mí.
Me puse el pijama húmedo, comencé a rezar a Dios y entré rápidamente en sollozos. La verdad nunca había estado tan asustada por entrar en una ciudad totalmente desconocida, pero luego pensé en cómo sería de día y eso me calmó lo suficiente como para quedarme dormida. Mi hermana había encontrado un negocio chino donde se comió una lasaña (si, y a media noche) y luego regresaron al hotel. Al día siguiente, todo mi estrés y preocupación se recompensaron con lo maravillosa que es la ciudad de día. La buena noticia es que luego le perdí el miedo a la ciudad de noche, es más, regresé amándola.
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Gracias.