El pianista que no podía decir adiós - [Cuento]
Tendemos a desprendernos de personas y cosas a lo largo de nuestra vida. Al menos es lo que pienso. Por eso no es raro que haya pasado tanto tiempo sin que me importe la mayoría de ellas.
Inmediatamente por esta premisa podría estar trazando el dibujo de un hombre bastante lúgubre; pero, creo que no hay nada más sano que la honestidad sobre los principios de la vida. Las personas podemos pasar día tras día aferradas al libro que siempre quisimos escribir y nunca comenzamos; al ideal de mujer que encontramos en cada rostro maquillado o, incluso, a la concepción esquematizada del lugar que nos corresponde cada diez años. Sin embargo, cuando un hecho divide la existencia en un antes y un después… es imposible volver a ser parte de esta dinámica.
En el fondo todos guardamos una verdad que nos condena: absteneos de encontrarla, creedme, no vale la pena. Una vez descubres las sombras que controlan este teatro absurdo que llamamos vida, la obra pierde ese gustillo; los roles carecen de intensidad, el libreto parece cliché, y cada escena es una espiral interminable de momentos predecibles.
En mí caso, la verdad me encontró cuando una bala le borró la sonrisa a Catalina.
Desde niño había aprendido a tocar piano, pero al perderla decidí ser pianista: había desarrollado una dependencia al instrumento como catarsis de aquella conmoción. Tras su muerte todo tenía un carácter sombrío y cada lugar de la tierra gritaba una y otra vez que perdiera la esperanza. Quizás debí haberme ido con ella, tomar un puñal y sesgar con mis propias manos el hilo que me mantiene vivo, pero no pude; no pude seguir sus pasos: fui demasiado cobarde.
Así que decidí tocar el piano. De esta forma, cada nota representa aquel oxidado filo que veo sobre su mesita de noche al irme a dormir. Cada nota me lastima, me grita y revive en mi alma una parte de ella. Ser pianista es mi manera de edificar la vida a través de nuestros recuerdos y no en base a aquello que la sociedad dictamina para este tipo de situaciones.
A veces las personas asisten a mis presentaciones. Según dicen, he llegado a ser una atracción peculiar en esto de la música. Para mí no hay público, solo personas que sienten con los ojos, incapaces de entender que su percepción de la vida está concebida por una fuerza invisible; y limitada por aquello que conocen. Es irremediable, muy pocos van a llegar a comprenderlo, por eso yo no toco para ellos. Si son cien o diez mil, la verdad no me interesa, solo me presento por el dinero. En el fondo somos terriblemente comunes.
Hubo una ocasión en la cual me entrevistaron. Por supuesto que era toda una novedad. Aún me pregunto por qué acepté esa entrevista. Supongo que aquella mujer me recordaba en el fondo a Lina. Sus ojos transmitían esa inexplicable ambición que tenía ella cuando hablaba del futuro, con un cielo pintado de acuarela a su espalda.
Hasta ese momento, nunca había aceptado ser entrevistado. Me llamaban el pianista que no puede decir adiós. Título obvio por mi forma de ser en el escenario. Cada vez que terminaba de tocar simplemente me quedaba allí sentado, indiferente a los aplausos, viendo hacia el techo; completamente vulnerable ante la imagen de Catalina en nuestro apartamento, sentada sobre la baranda de la ventana, la brisa peinando sus rulos caramelo, sus ojos sobre mí, y esa sonrisa cargada de serenidad. En ese momento lloraba en silencio. Tocar el piano me causa heridas muy profundas, o tal vez me hace consciente de ellas. El problema es que cada vez se incrementa la necesidad de sentirlas… es la única forma de volverla a ver, de recordarla con gozo y no con el pesar de todos los días: y cuando desaparece su imagen, termina mi presencia en el escenario. Me marcho sin prestar atención a los aplausos. Lo curioso es que aunque ignore por completo al público, eso parece gustarle.
Así pues, el pianista que no puede decir adiós estaba por primera vez en una entrevista. Elizabeth Da Corte aprovechaba tener una primicia en sus manos. Me llevaba a placer por el bosquejo que construyó para ese día. De no haber vivido tantas madrugadas conversado con Calina seguro no hubiese podido evadir con tanta precisión sus intentos por doblegar mi verdadera condición de casi anonimato. Sin embargo, hubo una pregunta similar a un Do sostenido que me dejó en el sitio y con el corazón latiéndome a una velocidad bárbara. La muy zorra había investigado mi vida. ¿Ve Usted a la Srta Catalina cuando termina de tocar el piano, Sr. Krefferd? pronunciaba cada palabra con la soltura y delicadeza de quien esconde el sadismo que experimentan los periodistas al asechar un punto débil de su entrevistado.
Me quedé allí, en silencio, con la mirada perdida en aquellos ojos que eran espejos de Catalina. El estudio en silencio; la cámara apuntándome como un arma, pero en lugar disparar, se contentaba con capturar con orgulloso sensacionalismo mi rostro pálido. Opté por levantarme y dar por concluida la entrevista. ¿Qué podía hacer? ¿Desnudarme emocionalmente y mostrar mi estado vulnerable frente a un mundo ciego y lleno de sus estúpidos sentimientos de comparecencia? ¿Fingir que todo estaba bien a través de un tono solemne que demostrara mi falsa superación por perder a Lina? O, esto sí sería gracioso, ¿Inmutarme por haber traído el tema de mi vida personal a colación y negar su existencia? Absurdo, hice lo que tenía que hacer. Aunque, desde ese momento, todos descubrieron de quién no se podía despedir el pianista: incluso yo.
Hasta entonces, tocar el piano era una forma de pasar los días persiguiendo el esporádico recuerdo de su sonrisa. No advertía que mientras no tocaba el piano, sentía una inexplicable sensación de vejez, fatiga, y una tristeza que iba más allá del hecho de no tenerla. Una tristeza que se aferraba a los huesos, como si el aura de todos los objetos y personas fuesen incoloras, ajenas a cualquier subjetividad propia; la vida simplemente era un lienzo en blanco durante horas. Un lienzo terriblemente pesado de ver, vivir y padecer; un lienzo que me encerraba en la prisión de la nada, del vacío, de la ausencia total de color y luz; mi alma estaba allí, sumergida en el tedio y en la desesperanza, buscando exasperadamente la libertad que se escondía en la muerte, y esa muerte llegaba al tocar el piano.
Mil veces moría frente a las blancas, mil veces sonreía al rosar las negras; y volvía el color, y sonaba la misma canción, porque a pesar de ser diferente la partitura, para mí siempre tenía el mismo sonido: ¡Sonaba a Ella! al otoño de sus ojos y al vaso que escondía sus labios cada mañana; a su sonrisa honesta y a las huellas de sus pies descalzos sobre la tierra. Tocaba las teclas. Gritaba el piano y con igual fuerza rugía mi alma insonora en un lamento lleno de vida, en una muerte desdichadamente feliz porque estaba ella; el lienzo se llenaba de todos sus colores de fuego: del rojizo de sus labios y mejillas, del cobre que dibujaba su piel; del naranja de sus vestidos, y de ese color caramelo que me besaba con los ojos. Cada acorde me desangraba, me robaba el aire, las lágrimas, los recuerdos: la dicha. Cada cita frente al piano me dibuja dos caminos y exigía una decisión. Ser su esclavo y perder la vida poco a poco, o renunciar a su recuerdo. ¡No puedo decirte adiós, Lina! El pianista no puede decirte adiós… así que decido ser esclavo de este piano, que es mi dueño y mi vehículo; él me lleva a tu lado por segundos que se me escurren entre los dedos. Segundos que me son insuficientes para decirte lo mucho que te extraño. Lo mucho que te quiero.
¿Qué pasaría si tomara ese oxidado cuchillo y renunciara a la vida?, ¿Me perdonarías la impaciencia?, ¿Existe la posibilidad de morir y seguir recordándote en un sueño eterno en el cual no sufra por tu ausencia? Sería divertido volverte a encontrar en otra vida, sentir otra vez tus labios, tu aroma… y saber que incluso la muerte no ha logrado robarte la sonrisa.
¿Recuerdas que siempre decías que todos somos esclavos de aquello que escogemos? Pues bien, creo que he decidido ser esclavo de tu recuerdo, y, lo que es igual, de este piano que es el puente para alcanzarte.
Yo solo espero que mis notas alcancen tu oído mientras me esperas en la infinidad del tiempo; sentada en aquel banco en el que nos conocimos, besado por el jardín del eterno otoño.
Aunque esta vida me parezca insípida e incolora sin ti a mi lado, cuando toco lo hago para ti, Catalina. Le canto a la vida la canción de nuestro amor, y así lo haré hasta que mi cuerpo desaparezca y mi recuerdo se materialice donde sea que te encuentres. Así que disfruta del espectáculo mientras me esperas, porque nunca te diré adiós.
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Excelente!
te seguí te invito a que me sigas también!!
Muchas gracias por leer.
Saludos!
Precioso cuento! Grandísimo trabajo, míster! :D
PD: Como que te voy a seguir, oiga! ;)
Muchas gracias, caballero. Me complace que haya sido de tu agrado.
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este cuento se volvió uno de mis favoritos sigue dando mas de tu talento
Me alegra mucho que te haya gustado, es uno de mis cuentos más importantes.
Gracias por leerlo.
¡Seguiré esforzándome para crear nuevos contenidos!.
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Talento de verdad. Atrapada del principio al final. Fascinante.
Muchísimas gracias, me complace generar ese efecto, me alegra mucho que me lo hagas sabre.
Gracias por leerme y por tu comentario.
juró que mientras leí este cuento, más bien historia, me transporte por completo, como si yo misma estuviera dentro de esta, mirando como uno a uno de los personajes hacen sus papeles. Excelente Bryan, me gustó mucho!
Muchísimas gracias por leerla. Significa muchísimo para mí que haya logrado transportarte a los sentimientos de este pobre hombre.
Muy agradecido por tu comentario :)
Hermano, que obra de verdad, me hiciste sentir como si fuera yo quien extrañara a catalina aunque en diferente contexto y diferente objeto de esclavitud humana. Seguiré de cerca tu trabajo. Saludos!
Muchas gracias por tus palabras y por leerlo. A veces somos esclavos de muchas cosas por nuestra propia voluntad... la vida es muy complicada. Me alegra mucho que te haya gustado, haré mi mayor esfuerzo por seguir mejorando el contenido. Saludos y un fuerte abrazo!