Mamma mia!

Había pedido una ensalada con mariscos y pescado. Al llegar estaba caliente y no me gustó para nada.
Una hora de cháchara fue suficiente para tomarnos una botella completa de vino y cenar.

Para entrar al local fue difícil. Eran las 9 de la noche y no habían mesas. Yo había escogido el lugar, y la camarera le dijo a él que podía tomar una mesa, si la desocupábamos antes de la reserva de las 11.

La compañía fue mejor que la comida. Y todo se pone triste cuando se acaba el vino, así que una caminata por la playa no sonaba tan mal.
Habían muchos temas en común, risas y todo finalizó en el Radisson Blu.
Estaba negada a quedarme, aunque el rato haya sido grato. Tenía planes para el día siguiente y eran las 3 de la madrugada.
Después de intentos fallidos de ponerme el blazer, pude huir, casi literal, de allí.

Para el día siguiente, mis planes se arruinaron y me salieron otros con la misma compañía de la noche anterior.
En el mismo sitio, pero esta vez al aire libre: una caña, unas tapas y más cháchara. Como un plus, habían abrazos y cariños, que para mi son inaceptables, pero no podía negarme ante tal encanto.

Él estaba por trabajo en ese sitio y ese día, volvía. Sus atenciones fueron excepcionales, y llegué tarde a su vida para pedir un día más de estadía.

Antes de irme, notamos que las cámaras de seguridad apuntaban a los baños, pero ya nos habíamos despedido y yo no volvería más a ese lugar.

Sólo me queda el recuerdo, una fotografía del lugar y de su barba.