Te miro y viene tu confesión
La mujer lleva de su mano al niño de cuatro años. Avanzan entre los largos bancos, percibiendo los ecos de sus pasos y el olor del incienso, la iglesia parece estar sola. La penumbra, a pesar de las velas, impide identificar la hora de un escurridizo día de 1962. Se escucha la tos de otro niño en la sacristía y desde allí emerge una monja portando una palangana–jofaina–aguamanil– llena de un agua vaporosa y blancos paños húmedos olorosos a mentol. Sin esperar preguntas, cruza tras el altar -sus sandalias no dejan huellas en el eco- mientras dice “el padre está curando un asma, pasen después”.
Va a tomarte cinco años entender que Bruno Vístoli estaba ayudando a alguien que se asfixiaba y no reponiendo la pureza de una alma pecadora.
Ese cura que había estudiado teología en Italia no cayó nunca en la trampa de discutir la Fe. Miraba directamente a los ojos de las personas y de una vez conocía que no había remedio: los humanos son polvo –barro-, sin fuerzas para una prueba innecesaria. Y sin embargo, quienes le devolvían la mirada se sabían objeto de una espera. Ese cura quería una sorpresa, un acto de buen comportamiento que surgiese de cada persona, una muestra de la razón por la que él ejercía el sacerdocio, en especial de entre los que menos podían expresar con palabras la Fe.
Toda misa es también una puesta en escena. Durante muchos años Bruno Vístoli usó el latín con acento italiano en sus misas. Campanas; pila bautismal; ángeles de yeso -adolescentes cuyos dedos índice de la mano derecha apuntaban hacia arriba- de rostros y vestidos iguales a los de mozos en un cuadro renacentista; y en lo alto un vitral: cordero abanderado magníficamente iluminado por el sol en el poniente.
Con casi treinta años como párroco en El Tigre ¿qué le podría haber sido extraño? Ni las guerras de Europa, ni el hambre de los espíritus que las sufrieron. Ni la humilde solidaridad de las personas vestidas con guayucos, moradores a los márgenes de las corrientes que fluyen al Orinoco a quienes bautizó y bautizó y bautizó…
¿Qué podría ser extraño de él a sus feligreses, parroquianos, concurrentes..? Su dignidad cristiana lo impulsaba a ocultar a un comunista ateo cuya vida peligraba; que sirviese de garante para un ladrón atrapado infraganti temeroso de ser ejecutado por la policía; que participara en cualquier gestión para mejorar la vida de la gente de El Tigre.
Gentes que no gustan de confesarse, no obstante son de una gran devoción a la Fe. Dados a las ceremonias: miércoles de cenizas y domingos de Ramos, matrimonios y funerales de cuerpo presente, bautizos y primeras comunión, extremaunción y otra vez miércoles de ceniza. Parsimonia del luto y las vanidades…
Los años traen sus cargas y las misas se hacen en idioma vernáculo. Un español cada vez más encriptado descifrado por la costumbre de una feligresía que ya no cabe en la iglesia.
Las miradas son confesiones, todos, de seguro, son absueltos él lo sabe; los errores arrastran la penitencia y el arrepentimiento. Pero, este clérigo, sin autorización de nadie, hace una excepción: los malos políticos.
Le quedaron unos pocos años más para los poemas suspendidos en la escritura inconclusa; aquellos guardados en los cuadernos que aún conservaban los olores de las aguas benditas del Orinoco.
La cuaresma ha terminado.
Bruno Vístoli dejó en algún asilo para curas jubilados los remos de una curiara marcados con las ondas de todos los ríos que conoció.