Ángel Llorón
Hacía mucho frío, mucho para mí gusto, la madera con que estaba construida la cabaña no servía como aislante térmico, por las noches temblaba, y cuando llovía caían gotas de hielo desde el techo de madera, que rompían al chocar contra el suelo, solitario me encontraba, mientras me cubría esa cobija rota, que al menos hacía el intento de arroparme.
Estando mí alma en este cuerpo, mí ser, el lugar que ocupaba en el espacio, la vida que me otorgaron al nacer y la sangre mágica que corría por mis venas, me agradaba ser así hasta el día de hoy, ahora en este mismo instante, me daba vergüenza, me daba pena existir, no creía que llegaría el día, que negaría mí propia vida, que iba a llegar a querer no respirar. Me disgustaba despertar después de no haber apreciado mi existencia mientras dormía, cuándo me quedaba inconsciente después de cerrar los ojos, desaparecía mí dolor, mi depresión clínica y allí por fin encontraba la ausente tranquilidad.
Destrozado y melancólico me acerqué lentamente al cristal, descuidado, sucio y lleno de polvo, se reflejaba un pobre vagabundo, incluso desde lejos cualquiera se daría cuenta de que aquél ser padecía de una gran depresión, un sufrimiento insoportable. Las dos miradas, la mía y la del cristal, eran diferentes e incluso llegué a pensar que aquél no era yo, que era imposible. Me sentía como un demonio, o una bestia despiadada, algo perturbador para los ojos de una buena persona y allí no lo era, parecía un ángel miserable sin absolutamente ninguna expresión dibujada en el rostro, renunciando a las emociones por su bien, cómo si le hubieran arrancado las alas, sin poder ser capaz ver el rostro de Dios nunca más, y ahora lo lamentaba.
Había llorado siete días seguidos, tristeza y rabia fusionada, fusión mortal. Había destruido toda la cabaña, las paredes se encontraban desgarradas, los cuadros ya rotos y regados por todo el suelo, las ventanas partidas y toda la pequeña cocina destruida con todos los cubiertos esparcidos. Lo único que no había destruido era mi daga, que estaba intacta, guardada en un bolsillo en lo más recóndito de mí capa.
Justamente en aquél momento, frente al cristal, recordé todo y me invadió la furia de nuevo, las dos miradas chocaban dimensional y tristemente, entre la realidad y el espejismo, regresando todos los recuerdos a mí, empecé a enloquecer, a gritar, siendo capaz de escuchar mis propios gritos desgarradores rebotando por todas las paredes podridas de la cabaña, liberando absolutamente todo mí odio, mientras pasaban los minutos lo hice tanto inconscientemente que me quedé sin aliento.
Me percaté de que lo hacía fue cuando sentí como la sangre se esparcía por todo mi cuerpo, sólo así. De rodillas frente al espejo, mis ojos ya rojos, un pedazo de vidrio de alguna ventana rota en mí mano derecha, se formaba un charco de sangre y lágrimas en mis rodillas, se me acababan las fuerzas, sentía a todos y a cada uno de mis demonios posados en mí espalda, pero al mismo tiempo a la melancolía desgarradora en el pecho, exactamente cómo si me ahogara con el aire. Ahora si podía confirmar la existencia demoníaca, ahora mi reflejo si era aquella bestia con las venas azules pintadas en mi piel, sangrando por heridas en diferentes partes de mí cuerpo, despeinado con una mirada de sufrimiento, angustia, desesperación y rencor, toda la ropa desaliñada, rota y desgastada. Lo más llamativo era una sonrisa macabra y malévola, qué repugnante. Allí fue, con todas mis fuerzas clavé mi daga con sangre en el espejo, ocasionando un sonido placentero para mis odios, una telaraña inmensa se alzó hacía el cielo y una gran lluvia brillante cayó lentamente sobre mí ocasionando un fuerte dolor ardiente placentero.
En una cabaña de aquél bosque tan frío y denso, era un ser al que temían, alguien que a nadie le agradaría ver en ese estado. En ese mismo instante empecé a temer de mí. Gracias al antiguo cristal pude saber quién era, pero al igual que yo, terminó destrozado.
Perdí todo mi espíritu, podía matar a cualquier persona en ese preciso momento, mi verdadero yo nunca haría eso, pero en aquél estado no sabía hasta donde era capaz, mis pasos iban a una dirección que yo no mandaba. Los seres que vivían allí, en aquél bosque muy lejos del reino, nunca me habían visto en ese estado pero igual se habían marchado hace mucho tiempo, recuerdo que se aterrorizaban con solo escuchar mis gritos rebotando por todas las copas de los árboles. A veces salía de la cabaña si podía controlarme en la noche, para ver el cielo estrellado, para ver la luna reflejada en el lago negro, esa era la excusa que me daba a mi mismo. En realidad salía para hacer daño a cualquier presencia, solo destruía a cualquier animal, a cualquier bestia, y cuando un lobo aullara en la noche, iba detrás de ellos y los perseguía como si fueran mi presa, como si yo fuera el lobo y ellos los ciervos que escapaban entre los arboles decorados de nieve, luchando por sus vidas. Ellos tenían más agilidad pero a cierta distancia ya los podía inmovilizar, luego me acercaba lentamente, ya cansado y sin aliento de tanto correr, y finalmente los torturaba un buen rato. Me parecía divertido, eso me distraía en las noches y descargaba mi ira. Luego de asesinarlos, me llevaba los cuerpos inmóviles hasta la cabaña, con los meses me di cuenta de que ese era mi único alimento. En ese bosque lleno de lobos, no se encontraba ningún otro animal. El descubrimiento al llegar las primeras noches, fue darme cuenta de que ellos se comían entre ellos, supongo que ya habían acabado con los demás animales, eran muchos lobos por todo el bosque, diferentes manadas y razas, lo eran, porque junto a ellos esperaba la luna llena.
Al final, después de todo por lo que he pasado, terminé asesinando y alimentándome de lobos caníbales. Si hubiese sabido que mi vida iba a terminar de esta manera, me hubiese suicidado hace mucho tiempo, pero ahora tenía un propósito por el cuál no morir. Lo peor, lo que más recuerdo, lo que me entristece, lo que me deja gran culpa, es que me agrada y lo desteto al mismo tiempo, pero realmente me hacía sentir bien como aullaban y gemían de dolor, con sus expresiones de terror en su lecho de muerte, agonizando antes de apuñalar sus cuerpos con mi afilada daga.
No había matado todavía a ningún ser semejante a mí, a ningún humano, quería que el primero fuera él. Las otras personas que se encontraban allí se marcharon, desaparecían del bosque, dejándome cada vez más solo. Al llegar les prometí que no les haría daño pero por lo visto no me creyeron, y yo tampoco lo creería si estuviera en sus lugares. En este estado, no tenía conciencia, no hacia las cosas por mí mismo, era como si alguien me controlara, y lo empecé a creer hasta un día que me di cuenta que al final, toda las cosas malas que hacía, me gustaban.
Así iban pasando las noches, nunca me había sentido tan solo, me sentía insignificante. La única razón por la cual no rechazaba la vida del todo, era porque tenía que vengarme. Sería muy cobarde de mi parte existir sin hacer nada al respecto, ya me daría mucha pena haber respirado el mismo aire que él. Y si moría, sin haber hecho nada al respecto, si llegara a suceder eso, hubiese sido mejor que nunca hubiera nacido. Tenía que hacer algo, vengarme. Al menos serviría para algo en esta triste vida, con tal de que ella esté feliz todo está bien para mí, no me importa más nada.
Ya habían pasado doce meses, estaba destruido emocionalmente y físicamente, me quedé solo, perdí a mi familia, a mis amigos, a la persona a que más amaba, absolutamente todo. La maldad me consumía. Pero aun así, tenía miedo, cada día me tenía más miedo. Haré lo que sea por ella, pero tengo que dejar de llorar, y cada día lo hago más, cada vez más. Y finalmente lo descubrí, yo sé que a ella no le gusta en lo absoluto, pero tampoco tengo control sobre ello, sé que mientras más lo haga más me gustará, también sé que luego le pediré disculpas por ello, por no tener consciencia, por hacer tantas cosas en contra de su voluntad. Ya es un hecho, algo que tengo muy presente y me hace sentir cada vez menos humano pero al mismo tiempo más vivo, siento como si me estuviera quemando, siento que me estoy congelando. Aunque a ella no le guste, me hace sentir más cerca de ella, más cerca de la felicidad, y la cruda verdad es que, me encanta llorar.