“Los amantes”
Un domingo por la mañana dejé ir a mi depresión; fiel amiga, se llevó a todos mis monos a su constelación de sombras. La dejé ir y a veces la extraño los primeros días de diciembre por las tardes, tanto, que casi podría jurar escucharla en el rumor que hacen las olas en el mar al batir el aire que precede al equinoccio. A algunos les parecerá que todas las tonterías que hice y que me llevaron a ella las hice por diversión, pero yo abogo que todo lo hice por saborear de la experiencia.
Todo empezó aquel lluvioso agosto en que me di cuenta de que realmente me gustaba la vida tal cual era: un lugar donde no siempre se alcanzan las más altas cumbres ni se cumplen las esperanzas (gracias a lo cual aprendí a no sufrir la incomodidad de los silencios, sino a contemplarlos como un espacio de deleite entre un sonido y otro; algo así como el sosiego que hay en el respiro del pez libre de su inmersión). Pude prever entonces, que toda resistencia ante la felicidad, compromiso ineludible, causa tensión, y no quise perderme ya la gran fiesta del orgasmo de la vida, tan placentera como los espasmos de la muerte.
La dejé ir pero espero que crezca en otro lado fuerte y hermosa, y quizá algún día entre los primeros días de diciembre por las tardes, encontrármela en las afueras de alguna iglesia o edificio gubernamental del pueblo, y sin pensarlo, plantarle un beso magistral en los labios: un beso de esos que se dan los amantes, los amigos de toda la vida que siempre tendrán algo de desconocidos, donde hay una tierna agresión, una guerra sin héroes, una patria furtiva, una fragancia a gratitud del polvo con que se revisten de luz las estrellas que bañan a los amantes en la oscuridad de la noche.