Notas de inocencia ...

in #inocencia3 days ago

En medio de una ciudad reducida a escombros, donde el eco de los bombardeos había reemplazado el murmullo de la vida, un niño de once años llamado Lucas se aferraba a lo único que quedaba en pie: un piano de cola negro, cubierto de polvo y cicatrices de metralla, en lo que alguna vez fue el salón de actos de su escuela.

La guerra llevaba meses devorando todo. Los edificios eran esqueletos de concreto, las calles estaban surcadas por cráteres, y el cielo, siempre gris, olía a quemado. Los soldados de ambos bandos habían olvidado incluso por qué peleaban. Pero Lucas recordaba. Recordaba las tardes en que su padre, músico de profesión, le enseñaba a presionar las teclas con delicadeza, diciéndole que "la música es el lenguaje que hasta los dioses envidian". Su padre ya no estaba —lo habían llevado una madrugada junto a otros hombres—, pero el piano seguía ahí, milagrosamente intacto, como si las balas lo esquivaran.

Una mañana, mientras el frente de batalla se acercaba al centro de la ciudad, Lucas decidió tocar. No le importó el riesgo. Con las manos temblorosas, abrió la tapa del piano y dejó que sus dedos recorrieran las teclas. La melodía fue Claro de Luna de Debussy, la misma que su padre interpretaba para calmarlo durante las noches de bombas. Las notas, frágiles al principio, ganaron fuerza, llenando el aire cargado de pólvora con una tristeza hermosa.

Los soldados, acostumbrados al estruendo, se detuvieron. En las trincheras, un francotirador bajó su rifle al reconocer la pieza —su esposa la tocaba en otro país, en otra vida—. En un refugio subterráneo, una madre abrazó a su hija y ambas lloraron en silencio. La música fluyó como un río, atravesando muros derruidos y corazones endurecidos.

Pero la guerra no perdona. Un proyectil impactó cerca, y el techo del salón se desplomó parcialmente. Lucas, con una cortada en la frente, siguió tocando. Las cuerdas del piano vibraban desafinadas por los escombros, pero él no se detuvo. Hasta que una voz áspera lo interrumpió:

—¿Qué diablos haces aquí, niño?

Era un soldado enemigo, con el uniforme rasgado y el rostro cubierto de hollín. Lucas, sin apartar las manos del teclado, respondió:

—Mi papá decía que la música ahuyenta a los fantasmas.

El hombre miró alrededor. Por un instante, vio su propio reflejo en el espejo roto del escenario: un fantasma más. Entonces, en lugar de apuntar con su arma, se sentó en el suelo y cerró los ojos. Otros soldados, tanto aliados como enemigos, comenzaron a llegar, atraídos por el sonido. Nadie disparó. Nadie habló.

Al anochecer, cuando Lucas terminó, el silencio era distinto. No era el vacío de la muerte, sino el respeto de quienes recordaron, por un instante, su humanidad. El soldado que primero llegó le dejó un trozo de pan y una pregunta:

—¿Volverás mañana?

—Sí —dijo Lucas—. Hasta que el piano se apague.

Y así lo hizo. Cada día, mientras la guerra rugía, él tocaba. Y en esos minutos frágiles, las armas callaban. No hubo tregua oficial, ni banderas blancas, solo un niño y un piano recordándoles a todos que, incluso en el infierno, algo puede florecer.

Con el tiempo, la historia se volvió leyenda. Decían que, cuando finalmente cesaron los combates, el piano seguía en pie, y que sus notas habían sembrado la primera semilla de paz. Lucas nunca supo si fue cierto, pero siguió tocando, para su padre, para los fantasmas, y para quienes creyeron que la guerra era el final.
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