Todo comenzó una mañana cuando un autobús repleto de turistas llegó al hotel donde trabajo. Un mar de personas bajó del vehículo. Al observarlo, tuve la impresión de que no pudo haber contenido a la cantidad de individuos que salió de él.

Mientras contemplaba a los recién llegados, recibí órdenes de atenderlos. Lleno de tensión, me dirigí a la recepción. Una vez ubicado, me sorprendí al ver el armario de las llaves.

De repente había más de ellas. Mirándolas más de cerca, noté que la identificación que las apareaba con sus puertas, era diferente. Las llaves de las estancias nunca paran de llegar. A veces me parecía que había más y otras menos, pero el armario que las contenía siempre se ajustaba a la cantidad del momento.

Yo y otro recepcionista manteníamos el orden de los registros, entregando llaves y siendo amables a pesar del repentino cansancio que llegamos a sentir.

Aún quedaba gente por registrar. Yo me preparaba psicológicamente para decirles a los turistas restantes que ya no había cuartos y, justo cuando me aclaraba la garganta, Claudia Steiger, la gerente, chasqueó los dedos y la numeración cambió. Las cifras, horadadas en el metal broncino y tatuadas en pintura sable, mutaron en otras de mayor o menor valor.

Por un lado, me alegré de no tener que negar asilo, pero por el otro, lamentaba tener que laborar por, al menos, dos horas más.