Estanques de Whiskey
Hola a todos.
El relato Estanques de Whiskey aunque pueda sonar festivo, es una adaptación libre de la vida y obra de Walter Harry Pitts un científico americano que vivió en la primera mitad del siglo veinte y cuyos aportes a la inteligencia artificial tienen poco reconocimiento.
Si quieren saber más de él -porque el trabajo que verán a continuación es un relato y, por lo tanto, ficción- sigan el enlace de Wikipedia de más arriba.
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Estanques de Whiskey
Este era un día cualquiera. Podía ser lunes o sábado. Podría ser alguna hora. La que fuera. El cambio de estaciones ocurría como telón de fondo acortando o alargando las jornadas diurnas y nocturnas.
En un estante – acomodado entre una edición de El Viento en los Sauces y el cuaderno que Walter, el único habitante del apartamento – estaba una agenda con los viejos números de Norbert Wiener y Warren McCulloch, los amigos más cercanos que había tenido en la vida. Cuando supo que se habían mudado, hizo un intento de llamada por cada uno. El tono largo y monótono que se escuchaba del otro lado mientras esperaba, le hacía sentir burlado.
Sin esperanzas, Walter colgó el teléfono sendas veces y caminó hasta desplomarse en su sillón, él único mueble de la sala que le brindaría reposo. Aparte del sillón, también había una lámpara de banquero, cuyo brillo de esmeralda le hacía sentir cobijo, una mesa de noche que la sostenía junto al derruido sillón.
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Al otro extremo de la diminuta sala, unos terrarios albergaban la vida de ranas y sapos que copulaban, nacían y se desarrollaban respirando la droga líquida a través de la piel y hacían su vida torpemente ajenos al sufrimiento de su benefactor.
Le costaba tragar. Ya tenía mucho tiempo con ese problema. Al principio, pensó que era irritación por el polvo –no recordaba la última vez que había limpiado–. También se le ocurrió que habría un virus enfermando a todos y que su caso particular no era asintomático. La acidez y el dolor se exacerbaron y ahí se dio cuenta de que el problema no estaba en la garganta.
Walter se preguntó si alguien más sentiría ese mismo malestar en el esófago o en alguna otra parte de su cuerpo.
El interior de sus zapatos era caluroso, igual o más cálido en el ambiente del pequeño apartamento en el que vivía. Su respiración superficial, le hacía sentir ardor ¿o era el ardor lo que le hacía inhalar de esa forma indebida?
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La placa que indicaba su dirección estaba oxidada y corroída, pero aquello no le molestaba; por el contrario, le gustaba que el pedazo de metal se reservara la información a sí misma y a quienes habitaran esa zona. Más o menos como solía hacer él a la hora de poner su nombre en los trabajos. McCulloch y Wiener sabían moverse y disfrutar bajo los focos. Walter no, él prefería vivir y laborar en las sombras. Que fuesen sus obras las que hablaran por él.
Walter nunca fue del tipo sociable. Sus padres fueron muy amables y considerados al no obligarlo a trabajar y dejarlo educarse a su manera y a sus anchas. El nivel socio-económico al que pertenecían le impediría ingresar en alguna universidad. Incluso si esta quedaba en el mismo condado, la sola idea de moverse hasta el lugar, exigía un gasto que era difícil de cubrir. Esto no detuvo a Walter: iba a la biblioteca a buscar libros sobre neurología, lógica, matemáticas y filosofía. Los tomaba prestados en varias ocasiones. Llevaba sus apuntes y los mantenía en su cuarto con mucho celo. No era que hubiese algún riesgo de robo o pérdida sino que, para él, sus temas de estudio definían su personalidad.
Aparte de educarse, tomó la difícil decisión de escribir cartas a sus ídolos académicos. Los nervios causados por su inseguridad y perfeccionismo le hicieron tener pesadillas en las cuales recibía malas contestas y burlas. La realidad fue mucho mejor: Lord Bertrand Russel le felicitaba por sus ideas e incluso le propuso ir a visitarlo en la universidad. Feliz y a la vez incapaz de ir más allá de lo que conocía, Walter rechazó la invitación y mantuvo la correspondencia con Russel a la vez que se animó a enviar epístolas a otros científicos de sus áreas de interés.
Lamentando la negativa que le dio a Russel, Walter accedió a salir de Michigan e ir a visitar a Carnap, a Rashevsky y a Householder. Por primera vez en toda u vida, se sintió ansioso a la vez que feliz. Debido al contacto frecuente, su voz dejó de temblar y su mutismo desapareció. Casi parecía que otro Walter había surgido dejando atrás al anterior.
Con la misma rapidez y aleatoriedad en que su vida social empezó, también se desvaneció. Como un fantasma, McCulloch y Wiener dejaron de invitarlo y ya no respondían sus llamadas.
Una madrugada, se despertó por una pesadilla que ya había tenido muchas veces antes. Adormilado y fastidiado por tener que ponerse de pie, apartó la sábana y fue al baño a orinar. Tras lavarse las manos, avanzó cuidadosamente a la cocina a beber agua para luego proseguir con el descanso nocturno. Esta interrupción del sueño le costearía unos minutos más de descanso tras el amanecer.
Cerca de las nueve de la mañana, mientras desayunaba, Walter luchaba por apartar de su mente a Margaret Wiener, la esposa de Norbert. Antes le parecía una mujer adorable. En las últimas dos ocasiones en que tuvo la oportunidad de verla, ella le dirigió una mirada iracunda que no comprendía.
De un momento a otro, Margaret se transformó en una bruja y obligó a su marido a cortar con él y McCulloch. A pesar del tiempo transcurrido, la duda aún orbitaba su mente ¿Qué fue lo que salió mal? ¿De qué forma Margaret se sintió ofendida? Walter repasaba cada palabra de las conversaciones y, con los modismos y sentidos varios que podían adoptar todas las oraciones utilizadas, no había razones para que ella se molestara.
Por la poca salud mental que le quedaba, el lógico solitario dejó de llevar la cuenta de todas las veces que Margaret apareció en su subconsciente y arruinó las reuniones oníricas que tenía con sus ex colegas. Las únicas que aún podía sostener.
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Esa misma noche también se despertó antes de tiempo. El dolor que le había estado agobiando obligó a su consciencia a regresar al mundo diurno. Aparte del ardor en el abdomen, Walter sentía algo saltando o arrastrándose sobre su piel. En cuestión de microsegundos, cayó en cuenta qué podría ser y abrió sus ojos: miles de ranas y sapos de varios tonos de verde, negro y marrón cubrían todo el lecho, larvaban bajo el edredón y, ¡qué horror! Se deslizaban entre su piel y el pijama.
Saltando de la cama, Walter se desvistió. El asco – un sentimiento que nunca surgió en sus interacciones previas con los anuros – era combustible para cada movimiento suyo torpemente ejecutado. El pantalón, la camisa de color celeste con rayas azul marino del pijama y los calzones quedaron tirados como cuerpos abandonados en el camino de huida hacia el baño.
Walter apartó la cortina de la ducha y vio despejada la bañera. Entró en ella y accionó el grifo del agua fría. Para su desagrado, el licor caía sobre su piel. El grito de desagrado fue ahogado por el chorro de whiskey que entró por su boca, causando un mayor dolor mientras llegaba al estómago.
El tracto de ingesta de comida y el órgano de la digestión parecían prendidos en llamas. Walter lloraba. Ácido, se decía, es como beber ácido
La espera hasta el amanecer fue eterna. Cuando el cielo clareó, Walter se vistió y tomó un autobús para ir al hospital. Mientras le revisaban, su consciencia se fue diluyendo en el olvido de sí mismo.
En su domicilio, los anuros llenaban cada espacio, ajenos a la suerte de su cuidador.
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