Abuela Narcisa había muerto en Puerto Santo, un pueblo con dos calles de tierra, rodeado de mar profundo. Mamá estaba cuidándola, y ya teníamos dos semana sin saber de ella. Hace cuarenta años no existían los teléfonos celulares. La noticia nos llegó por boca de mi tío Jacinto que había viajado para Carúpano a poner en orden los papeles del funeral, y pasó por la casa para darnos la noticia. Nadie lloró a la abuela, pues, en realidad compartíamos poco con ella. Cuando papá se enteró de los acontecimientos, nos mandó a arreglar los bolsos para quedarnos en Puerto Santo las nueve noches de los rezos. Mi hermana Rosita y yo limpiábamos la casa y acomodábamos la ropa, y papá fue a la escuela para avisar que no iríamos a clase, además pasó por el mercado a comprar comida, y las cosas que se iban a repartir en el velorio: café, cacao, leche, vasos plásticos, azúcar, cigarro y ron. Papá llegó de la calle, e inmediatamente salimos a acompañar a mamá en su dolor.
Llegamos a Puerto Santo y entramos a la casa de mi abuela. En la sala estaba la urna de madera y a los lados estaban alineados unos bancos de la iglesia para que la gente se sentara. Mamá reconoció el ruido del carro y salió a nuestro encuentro. Estaba delgada y lucía agotada por los desvelos. Nos abrazó y lloró desconsoladamente. Ella siempre había querido llevarse a mi abuela para Carúpano, para cuidarla como se lo merecía, pero abuela nunca aceptó, porque adoraba estar en su rancho.

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El entierro fue concurrido. No hubo una sola persona en el pueblo que no asistiera al velorio de la abuela. Y allí, en medio de tanta gente, mi mirada se cruzó con la del chino, un joven pescador, de un metro ochenta, brazos fuertes, pelo largo y ojos rasgados. Él tenía 15 años; y yo 10. Nos hablamos con los ojos. Nunca había sentido por ningún chico lo que el chino despertó en mí.
En el cementerio llamaron al chino para que ayudara a aguantar las cuerdas que sujetaban la urna para introducirla en el foso. Sus músculos se marcaban por encima de la ropa. Mi hermana Rosita se dio cuenta de cómo yo miraba al Chino y me dijo:
-Se nota que estás muy dolida por la muerte de mi abuela.
No pude evitar reírme. Pero como papá estaba a mi lado, enseguida me puse seria.
Cuando cayó la noche, se iniciaron los rezos para mi abuela. El rancho se llenó de gente. Los adultos nos mandaron a jugar para el patio, porque estábamos haciendo mucho ruido. Al principio, estábamos contando chistes, pero luego el chino propuso jugar a la botellita. Este juego consistía en formar una rueda intercalando hembras y varones y colocar en el medio una botella acostada, que se hace girar con fuerza; cuando la botella se detiene, se ve hacia dónde apuntó la boca de la botella y hacia dónde el fondo. De acuerdo con las reglas del juego, esas personas se deben dar un beso en la boca.

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Al principio, se besaron Janeth y Gregorio; después fue el turno de Rosita con Angito, y luego nos tocó al chino y a mí. Yo nunca le había dado un beso a nadie en la boca. Por eso, estaba muy nerviosa; y él lo sintió en el temblor de mis manos. Cerré los ojos cuando él se me acercó para pagar la penitencia, pasó sus manos por mi cabello, acercó su boca a mi oreja y me susurró: Eres muy bella, te daré mis besos cuando estemos solos. Mi cuerpo se erizó; el chino besó mi mejilla, y aunque todo el mundo protestó por no haber besado mis labios; yo sentí dentro de mí, que él era un hombre especial; y por eso nunca lo he logrado sacar de mi mente.
Me gustaría invitar a este concurso que promueve @senehasa, a mis amigos @evagavilan, @genomil y @hefestus.
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Se encuentro el tiempo, mañana regreso con una história. :))
Espero leerte.
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