
ESTER
El Edén estaba en esta tierra, al menos así lo percibía mi abuela
Ester. Ella tan flaca, tan parsimoniosa, de la que no recuerdo una
palabra, una sentencia, por la que pudiera decir algo de su
sabiduría. Ester nombre bíblico, nombre maravilloso y aunque
no estuviera casada con un rey (de mi abuelo no he sabido nada),
tenía pie de plomo e inteligencia como la de aquella, del viejo
testamento. Con razón dice Walter Benjamín que a través de
nuestro nombre nos comunicamos con Dios. Ester siempre
enclaustrada en su casa, debió parecerle nuestro sol inclemente,
insoportable como la mayoría de los trujillanos manifiestan.
Mi padre Bertilio Rosales y su hermano Rubén eran su única
descendencia y por supuesto habían remado con ella a esta tierra
para ese tiempo promisoria. Su muerte ocurrió cuando yo tenía
catorce años y recuerdo el primer velorio en mi casa, agitada por
las visitas, las mujeres plañideras que lloraban con una facilidad
admirable, algunas por algunas monedas, otras por la amistad a
nuestros familiares. Recuerdo las tazas abundantes de café
(era bastante barato) y las galletas saladas rellenas de diablito, y
la conversaciones interminables y los chistes ocurrentes, algunos
que incitaban a romper el silencio sagrado de los muertos. Esa
noche realmente no pude dormir, porque era el primer muerto que
estaba a pocos metros de mi cuarto y me acordaba de Carmen, de
su casa derruida, de su cuerpo arrastrado por la lluvia hacia la
cañada de María. Esa noche pensé que el Edén estaba en esta tierra,
en el cariño que me prodigó mi abuela, en la sobremesa de las tardes
con plátano sancochado con queso y mantequilla que preparaba
diariamente para mí, y que me daba fortaleza para jugar a la pelota,
ejercitarme en el ring contra Corcoveo (al único que podía ganarle) y
sobre todo visitar a Sulay, la hermana de Armandito que, algunas veces
dejaba que la brisa me mostrara sus piernas.