DEL OLOR CONFUSO DE LOS CLIMAS
Del libro «El Olor Confuso de los Climas», libro de poesía de Paul González Palencia, me dijo una vez el gran Cesar David Rincón, en la galería de libros que era su casa, «Ojo con este poeta, va a llegar lejos»; y viniendo estas palabras de un gran conocedor de la lírica universal, excelente poeta y ensayista, era para tomarlas en serio. Esto aconteció en el año 1983, al menos así lo testifica un ejemplar de esta obra en mi biblioteca autografiado por el mismo autor, donde hace el honor de llamarme poeta y ensayista, aunque realmente el poeta era él. Y me acuerdo aún en ese año, de un evento de lectura de poesía para enamorados organizado en nuestra ciudad, y Paul González Palencia, quien no sólo tenía la gracia de ser buen escritor, sino también de ser esbelto y bien parecido, leyó unas líneas de una de sus enamoradas y aunque la cursilería era notable, no sé por qué terminamos enceguecidos por las naturales y traviesas flechas de Eros dadas en palabras de una mujer.
La ciudad marca el hechizo, o mejor dicho, la ciudad es un familiar hechizo que nos universaliza. En esto concuerdo con Adelfa Giovanni en su hermoso prólogo a la obra del autor, donde subraya al espacio, a la ciudad que da los elementos de seducción, a la naturaleza que determina las fábulas y los sueños del poeta.
El hombre común no puede ir muy lejos en sus dimensiones de desentrañar el misterio de la realidad. O en palabras de Víctor Hugo, acercarse al abismo. Lo hacen los que tienen una mirada de vidente, tal es el caso de los poetas y Paul González Palencia lo sabe y lo asume en su poesía de un clima raro de belleza. Las piedra en su interioridad guardan siempre los secretos: «Hay claves secretas | en las piedras hundidas | en las baladas del retorno | y rotamos y rotamos | hasta el agotamiento». El poeta busca el sonido más puro, hasta la piel tiene un sonido que debemos descifrar, es la única manera de dar alcance a la maravilla: «Mis hermanas | descubro | son ardillas».
La casa, el éter en una ciudad inundada por tanto viento, los muertos familiares que son como nuestra otra mitad escindida por Dios, la pérdida de la inocencia al darle paso a la lucidez que termina encegueciéndonos como un sol luminoso, esa conciencia sobre la profunda naturaleza de las aguas que impusieron desde el Génesis, la necesidad de vivir de nuevo, de ver el verdadero color de las cosas a través de una intuición que puede ser bella pero dolorosa. Estos son los riesgos de una sensibilidad que nos llevan al umbral de los Cactus, que tiene en su interior el grano inicial de la fuentes y los orígenes acuosos de lo que fluye. El Cactus como una espada angélica que nos recuerda nuestra sed, la búsqueda de lo perdido a través de lo único que nos va quedando, la memoria:
Para la sed de estos confines
Dios sopló cada punta
de la estrella espinal del cactus.
Hubo dudas, hasta que la noche
de caza y carburo
llenó a los hombres
de dolor y materia
y la piel se les volvió roja
como un punto volcánico.
Quiso el cactus alterarlos planes del hombre
y se petrificó apuntando hacia
los cuerpos celestes de Dios.
Opuesto Dios a toda desazón,
en el patio de troquelar
el alma de los ángeles,
logró que el hombre sucumbiera
por primera vez frente a los memoriales.