Sexo en nuestras células
Sandra y Jacob están desnudos en una habitación vacía. No saben muy bien cómo han llegado hasta allí, ni qué se supone que deben hacer. Son dos completos desconocidos. Nunca se habían visto antes, todo es muy confuso. Tampoco saben que les estoy observando y tomando buena nota de su comportamiento, ni que los investigadores de la Universidad de Concordia, en Montreal, se han asegurado de que los niveles hormonales de Sandra la hagan sentirse excitada y receptiva al «apareamiento», como ellos prefieren llamarlo.
A pesar de eso, Sandra guarda las distancias, se mueve por la habitación como explorándola y aparenta ignorar la presencia de Jacob. Ambos evitan entrecruzar miradas. Se les nota intranquilos, hasta que a los pocos segundos empieza la acción. Sin mediar palabra, Jacob toma la iniciativa y camina decidido hacia Sandra. Ella reacciona alejándose. Jacob se detiene un par de segundos pero enseguida intenta acercarse de nuevo a Sandra. Esta vez logra quedarse a unos pocos pasos, y de repente nota un olor peculiar. Sandra huele a almendras. Es un perfume intenso que Jacob nunca había olido antes. Extraño, pero neutro. Indiferente. Ni le gusta ni le deja de gustar. Jacob continúa concentrado en el cuerpo de Sandra y
empieza a perseguirla en círculos por la habitación. Sandra sigue alejándose pero ya no se echa a correr. Sólo da la sensación de pretender escapar cada vez que Jacob la toca o acerca su rostro a ella. Cuando Sandra nota el contacto, da un brinco y se aleja. Jacob persiste durante un par de minutos, pero luego abandona y se queda parado en un rincón.
Sandra lo mira de reojo. Se mantiene apartada, pero tras unos segundos pasa caminando disimuladamente por delante de Jacob. Él se gira vigoroso hacia ella, y Sandra vuelve a alejarse de golpe. «¡Solicitación!», grita y apunta uno de los científicos que me acompaña. Todo es muy extraño. Me explican que esa acción de acercarse para generar atracción y luego girarse es muy típica del comportamiento sexual femenino. «I know, I know…», respondo traicionado por mi inconsciente. El experimento continúa con las persecuciones de Jacob y los rechazos cada vez menos convincentes de Sandra. En uno de sus acercamientos Jacob atrapa a Sandra por la espalda como si quisiera copular. Ella se escapa, pero los investigadores han distinguido algo peculiar. «¡Lordosis!», gritan y apuntan. Al sentir el contacto con Jacob, Sandra ha arqueado la espalda tirando la pelvis hacia fuera y el cuello y la nuca hacia atrás. Se ve que este acto reflejo es un vestigio evolutivo muy conservado en los mamíferos y denota que la hembra está excitada y preparada para la penetración. De hecho, la tensión en la sala va en aumento, y, en una de sus cada vez más agresivas embestidas, Jacob logra penetrar parcialmente a Sandra. «¡Intromisión!», exclama un científico. Yo
alucino. Sobre todo porque Sandra se aleja de nuevo, da unos pasos, se frena y permite que Jacob repita la acción de «intrometer». Y así varias veces, intercalando lapsos de tiempo en que parecen descansar. Los científicos van anotando el número de penetraciones, y yo observo la situación tan anonadado como podéis sentiros vosotros y vosotras. Surrealista. Debemos llevar ya unos once o doce minutos de experimento, cuando de repente en uno de sus embates Jacob parece aferrarse con fuerza a la espalda de Sandra. Se queda congelado durante un escaso segundo, y los dos científicos que me acompañan gritan al unísono: «¡¡¡Eyaculación!!!». Yo no me he enterado de nada. «Ah, ¿sí?», pregunto más para mis adentros que para ellos. «Sí, sí… clarísimo», me responden. Luego Jacob se separa de Sandra, se retira poco a poco sin ofrecer una mínima caricia y se echa al suelo quedándose dormido. A Sandra se la nota inquieta y sigue moviéndose como nerviosa por la sala. Jacob ya no le hace ni caso. Pasa medio minuto y una mano gigante entra por el techo de la habitación, coge a Sandra del pescuezo y la retira a otra celda. Fin del experimento.
Sandra y Jacob son dos ratas del laboratorio de neurobiología del comportamiento dirigido por James Pfaus en la Universidad de Concordia, Canadá. De hecho, por muy fogoso que pareciera, era el primer encuentro sexual de Jacob. El estudio consistía en hacer que ratas macho tuvieran sus primeras cópulas con ratas hembra impregnadas con esencia de almendra, exponerlas luego varias veces a hembras en celo pero sin esencia, y pasado un tiempo situar a los
machos en celdas con ratas con olor a almendras y sin él para observar en qué grado preferían a las que llevasen perfume. Si la preferencia por las perfumadas fuera muy notoria, significaría que las primeras experiencias sexuales pueden condicionar parte del comportamiento sexual de una rata adulta.
Observé este curioso experimento durante mi primera visita al laboratorio de Jim Pfaus en julio de 2010, cuando estaba empezando a darme cuenta de que, ocultos en diferentes universidades, había un buen número de investigadores reivindicando que la ciencia tenía mucho que aportar al estudio multidisciplinar de la sexualidad humana, y que no sería mala idea escribir un libro narrando esta perspectiva científica del sexo. Dos años después, durante mi segunda visita a la Universidad de Concordia, en junio de 2012, y ya en plena elaboración de esta obra, Jim me explicó que efectivamente las ratas macho cuyos primeros encuentros sexuales se produjeron con hembras impregnadas con esencia de almendras, de adultas tenían una marcadísima preferencia por hembras con ese perfume. Y no sólo eso: si colocaban en la celda una pelotita de madera con esencia de almendra, la roían e incluso frotaban sus genitales sobre ella. Era como si hubieran generado un fetichismo sexual por el olor a almendra. Y lo mismo ocurrió cuando expusieron a machos primerizos a hembras ataviadas con chaquetas de cuero: si a dichos machos de adultos les ponían en su celda una hembra vestida de cuero y otra desnuda, se tiraban de cabeza a por la que llevaba chaqueta.
Más sorprendente todavía: en realidad chaquetas o esencias de almendras son estímulos neutros. Pero ¿qué pasaría si el estímulo fuera negativo? El equipo de James Pfaus realizó experimentos similares al de las almendras esta vez con ratas impregnadas ligeramente de cadaverina, una sustancia producida por la carne en descomposición que ahuyenta sin contemplación a cualquier rata. La cadaverina es una señal fortísima de riesgo de infección: cuando una rata la huele, se aleja de inmediato. Si en una jaula pusieras a un macho adulto con ratas en celo que están impregnadas de cadaverina y con otras que no lo están, a las malolientes ni las rozaría. Sin embargo, un macho cuyas primeras experiencias sexuales hayan sido con ratas oliendo a cadaverina,1 cuando de adulto se le expone a hembras con cadaverina y sin ella no muestra preferencia por ninguna. Y en caso de rociar un extremo de su jaula con la putrefacta sustancia, a diferencia de otro macho control que huiría despavorido, el macho condicionado pasaría por allí como si nada. El sexo logra revertir la aversión ante un estímulo programado genéticamente para resultar repugnante y prevenir de infecciones mortales.
Es obvio que de ninguna manera se puede extrapolar esta conclusión directamente a humanos. Ni la más mínima insinuación al respecto. Cuando le pregunto a Jim si podría haber un condicionante similar en chicas cuyas primeras experiencias sexuales satisfactorias fueran con hombres de abundante vello o sobacos de olor muy intenso, o en hombres que prefirieran la masturbación con sus parejas porque sus primeros orgasmos con sus novias no incluían el coito, me
responde: «Podría ser, no es una hipótesis descabellada. Sabemos que las primeras experiencias sexuales generan una especie de impronta. Claro que en el desarrollo de la conducta sexual humana intervienen muchísimos más factores, desde biológicos a culturales; pero, desde luego, los refuerzos condicionados en la adolescencia pueden influir en las preferencias adultas». Intentaremos abordar todos estos factores en este libro, observando más a las personas que a las ratas. Pero no nos apresuremos en menospreciar los estudios con animales de laboratorio. Históricamente nos han ofrecido pistas muy interesantes, y son tan válidos para investigar algunas variables de la respuesta sexual como lo son en el estudio de la diabetes, las adicciones o la depresión. Quizás incluso más. Fijémonos que en aspectos estrictamente fisiológicos no somos tan diferentes a una rata. Pongamos las hormonas como ejemplo. El ciclo menstrual se regula de manera muy parecida al de otros mamíferos. El nivel de estrógenos aumenta hasta que el óvulo está maduro, la glándula pituitaria dispara la ovulación segregando la hormona luteinizante, poco a poco empieza a aumentar la progesterona y se dan otras señales químicas que regulan un ciclo fundamental para la reproducción de las especies, tanto que la selección natural no ha realizado grandes cambios en sus mecanismos más primitivos. La fisiología básica de los instintos sexuales y la función reproductiva están muy preservadas evolutivamente.
Por encima de esta endocrinología básica en nuestra especie se superpone toda la influencia cultural, las experiencias durante el
desarrollo, el aprendizaje y la libertad de acción. Un claro ejemplo de ello es que, a diferencia del resto de hembras de mamíferos, excepto bonobos y delfines, las mujeres tienen sexo por placer durante todo el ciclo menstrual y no sólo alrededor de la ovulación con fines reproductivos. Detengámonos un momento a reflexionar sobre este último punto. ¿Cómo sabe una rata de laboratorio que está en un momento fértil y debe copular? ¿Cómo sabe cuando no lo está e instintivamente evita mostrar cualquier comportamiento de cortejo? En su caso no se trata de encontrar un macho especialmente atractivo, ni de verse expuesta a presiones sociales, ni de sentirse más eufórica un viernes que un lunes. En su caso la aparición de deseo es un mensaje interno condicionado exclusivamente por sus niveles hormonales. Preguntémonos también si como vestigio evolutivo esta química interna podría tener algún tipo de rol en el comportamiento humano y si en algunos casos de disfunción sexual la pérdida de deseo podría proceder de bajos niveles de testosterona, la sequedad vaginal de falta de estrógenos, o las variaciones de progesterona durante el ciclo menstrual hacer que sin saber muy bien por qué, un día las mujeres prefieran a un hombre más masculino y otro menos. No dudemos que sí. Y aunque en la mayoría de casos sea un efecto inapreciable frente a la socialización y las experiencias cotidianas, en otros sí parece ser importante. Merece la pena estudiarlo. ¿Cómo? Claro que podemos observar los cambios en la respuesta sexual de las mujeres tras la menopausia, o los efectos de la disminución de la testosterona por ingesta de la píldora anticonceptiva, la pérdida de libido por los antidepresivos, que aumentan los niveles de serotonina, o la
hipersexualidad generada por algunos fármacos reguladores de dopamina. Pero no podemos forzar a los humanos a tener sus primeras relaciones sexuales con parejas vestidas de cuero u oliendo a almendras, ni inyectarles diferentes combinaciones hormonales para analizar por separado cómo afecta cada sustancia a la respuesta sexual. Y aunque a priori suene extraño, siendo los mecanismos físicos de la respuesta sexual algo tan primitivo y conservado evolutivamente, las ratas sí son un buen modelo animal para investigar aspectos muy básicos de la endocrinología del sexo.