¿La luz es la ausencia de oscuridad? Se preguntaba ella sentada en la mecedora de su hogar. Había pasado un rato desde aquella vez que dejó de creer en la luz. "No es más que un cuento de hadas", clamaba ella con rencor. Desde aquella noche que todo cambió.

Una mujer hermosa, piel suave de porcelana, cabello negro ondulado que llega hasta la cintura. Esbelta, un cuerpo que muchos hombres han deseado, y pocos lo han obtenido. Los afortunados siempre admiraron su belleza, siempre tendrán aquella obra de arte en su retina.

Cecilia siempre fue amante de los viajes, una mujer aventurera, como decía su mamá. Siempre iba de aquí para allá, desde pequeña su espíritu se encontraba en ausencia perpetua. ¿Por qué? Sólo su corazón lo sabía, pero nunca supo lo que vendría después, nadie lo pudo imaginar.

A lo largo de sus viajes se encontró con el que sería el “amor de su vida”. Era un hombre alto, cabello castaño y un poco desaliñado. Una quijada pronunciada, como si fuese un boxeador. No era nada del otro mundo, pero para ella, ese hombre era su mundo. “¿Quién se lo iba a imaginar? Nadie, en realidad”. Pensamiento que pasaba a menudo en la cabeza de Cecilia.

Pasaban los años, los viajes disminuían, las presiones maritales aumentaban. Una suegra loca, un par de hermanas que la odiaban sin razón aparente, pero lo peor no era eso. También un marido que se le acabó el encanto. Los primeros días fueron de maravilla. Al primer año comenzaron los indicios de que algo estaba mal. Al transcurrir la convivencia, Cecilia se dio cuenta de que su príncipe azul no era más que el borracho violento sacado de las pesadillas de toda mujer.

Fue un 21 de noviembre. Ya era de noche, pasaban las doce. Mirando por el espejo del apartamento que daba hacia la calle ve llegar a su marido. Está hecha una furia al mirar el caminar vacilante de su marido borracho. Cruza el salón, se sienta en el sillón y lo espera. Pasan unos instantes antes de escucharse el característico sonido de lucha de un ebrio con la cerradura. Se abre la puerta, el aroma de ron barato impregna la habitación.

-Buena hora de llegar, Miguel. ¿Dónde fue la reunión de trabajo hoy? ¿En una convención de alcohólicos embusteros?

-Deja ya de joder, mujer. Yo trabajo muy duro para pagarme mis mierdas.

-¡Ja!, pero si soy yo la que ha pagado todo lo que tenemos. No eres más que un chiste.

-¡¿CHISTE?! Yo te voy a enseñar algo que te va a dar risa, maldita.

Se oían los golpes, resonaban los insultos y las vejaciones en toda la habitación. La luz se transformó en una tenue penumbra que ocultaba los ojos llorosos de un alma rota. No era la primera vez que el carácter fuerte de Cecilia le hacía merecedora de “un escarmiento”, como Miguel le decía a sus amigos cuando preguntaban por una marca evidente que dejaba en el cuerpo de ella.

Y ahí estaba ella, tirada en el salón. Llorando, un labio roto, la mandíbula desencajada, los brazos llenos de moretones. Nada de esto le importaba, a ella se sabía a mera mierda. Su alma era lo que le dolía, el llanto proveniente de su ser interior nadie lo podía escuchar; pero ensordecía cualquier sonido que se acercaba.

Se levantó con dificultad del suelo. Un par de pasos le dirigieron al comedor, se sentó en la mecedora que su madre le dio como regalo de bodas, así como su mamá a ella. Miró un cuchillo que estaba en la mesa y balbuceó:

-La oscuridad es la ausencia de luz. Pero en la luz se esconden los monstruos que la oscuridad tiene miedo a enfrentar.

Al día siguiente Miguel despierta con una resaca, como es de costumbre. Analiza toda la habitación. Ve que en la mesa de noche hay una nota y la lee:

-Hoy daré mi último viaje, Miguel. En la mesa dejé una botella de vino, espero que te guste. También se encuentran unos papeles que espero firmes antes de emborracharte y se te olvide. Fue un placer, y hasta nunca.

En el comedor estaban los papeles de divorcio y una botella de un merlot ni muy barato ni muy costoso. Lo primero que hizo fue destaparlo, un gran trago para no perder la costumbre e inmediatamente empezó a leer los papeles.

Los papeles nunca llegaron a nada, realmente quedaron inservibles. Eso lo aseveró el forense que examinó la escena. Las investigaciones no arrojaron indicios de envenenamiento ni nada por el estilo. Lo único sospechoso fue que Cecilia no fue vista en la zona, simplemente desapareció.

¿El destino habrá metido su mano caprichosa en el desenlace de los eventos? Nadie puede asegurar esto, pero de algo que sí se puede estar seguro es que ella no creía en el destino.