Crítica y reflexión: Una retrospectiva al Cine Venezolano (A propósito del ensayo de Alfonso Molina.)
Oriana (1985) La ópera prima de Fina Torres.
Según parece, la consolidación del cine venezolano no llegaría hasta la década de los setenta, a pesar de títulos que obtuvieron reconocimiento a nivel internacional, tales como: “Araya” de Margot Benacerraf, “La Escalinata” de César Henríquez y “La Balandra Isabel llegó tarde” de Carlos Hugo Christensen. Ciertamente, la presencia de técnicos y cineastas extranjeros a la industria del cine en Venezuela, resultó ser un gran aporte para las producciones nacionales. Así lo ha demostrado Luis Beltrán obteniendo el premio a la mejor fotografía por “La Escalinata”, en la 4ta Edición del Festival Internacional de Cannes. Más tarde sería el documental experimental de Margot Benacerraf, “Araya”, que se lleve el premio a la crítica, compitiendo junto a “Hiroshima Mon Amour” de Alain Resnais. No hay que, por consiguiente, contar la historia del cine a partir de cincuenta años atrás, a pesar de que nos tomó unos setenta años poder fortalecer nuestra Industria.
Dice Molina en su texto que no fue hasta 1973, con la obra de Mauricio Walerstein, “Cuando quiero llorar no lloro”, que nuestro cine comenzaría una nueva etapa para el público venezolano y extranjero. No es mera casualidad que el mundo del Séptimo Arte haya buscado nuevas matices en la forma de hacer y contar historias. Como ya sabemos, Latinoamérica no se quedaría a la periferia de este acontecimiento que inundó las décadas de los sesenta y setenta, conocido como “Los Nuevos Cines”. Al parecer, Venezuela aprovecharía estos años para mostrar una estética y un tipo de cine que definiría la Industria Cinematográfica del país. Pero ¿Cuál sería esa estética que concretaría por completo el cine venezolano? Si es que realmente sólo se define por la presencia de un tema: La violencia.
Ciertamente, Walerstein logró llamar la atención del público venezolano, adaptando a la contemporaneidad la obra del literato Miguel Otero Silva. Resultó en un acierto que cambiaría por completo la cinematografía desde entonces. El filme del cineasta mexicano logró que cientos de venezolanos asistieran a las salas de cine por más de diez semanas. Se trataba de algo mucho más relevante que el hecho de hacer buenos filmes: el reconocimiento y la identificación del público venezolano a través de su propio cine y de algo conocido como la novela homónima de Otero Silva. Venezuela no sólo comenzaba a mostrar una Industria fuerte con producciones que se mantendrían a lo largo de la historia y, no menos importante, en el imaginario colectivo del público venezolano. Lo que estaba sucediendo era equivalente a lo que cosecharíamos treinta o cuarenta años después. Pero decir que nuestro cine sólo se ha mantenido a través de un único tema, –la violencia- y que ese mismo argumento sea la causa hacia el rechazo a nuestra obra fílmica, es prácticamente igual a ignorar todo un siglo de procesos y crecimiento, en una Industria que parecía crecer a pasos pequeños pero seguros.
Durante la década de los setenta, gran parte de los países de América Latina estaban pasando por un proceso dictatorial. Por otra parte, Venezuela apenas aprovechaba su auge económico, político y social, los cuales se verían reflejados en los filmes de la época. No podría hablar de lo que desconozco, a pesar de que Molina ha mencionado grandes obras, como: “Crónica de un subversivo latinoamericano” (1975 – Mauricio Walerstein) “País Portátil” (1979 – Antonio Llerandi e Iván Feo) “El pez que fuma” (1977 – Román Chalbaud) “La empresa perdona un momento de locura” (1977 – Rodolfo Santana) y “Soy un delincuente” (1976 – Clemente de la Cerda). Pero tomaré en cuenta los pocos filmes que he podido visualizar en la historia del cine venezolano y cómo se ha visto reflejada la sociedad de un país que parecía estar lleno de grandes oportunidades. Así lo expuso, Giancarlo Carrer en “Canción mansa para un pueblo bravo” (1976), donde traza un discurso en el que pone al descubierto la verdad acerca de las grandes oportunidades que te brindaba la ciudad de Caracas. Aquello parecía ser una verdad en sí misma, pues nadie negaba que con la nacionalización del petróleo y el crecimiento de la urbe, todos parecían tener las mismas oportunidades. Por otro lado, sólo nos ha mostrado a un personaje en su proceso de convertirse en un delincuente más. Un joven muchacho del interior del país que, a falta de prejuicios, ha decidido tener dos grandes amigos en su llegada a la ciudad: Un delincuente y una prostituta. Sin embargo, me parece menester quitarnos la muletilla de hablar sobre los mismos temas y empezar a ver el por qué era y sigue siendo necesario reflejar tramas que tengan que ver con la delincuencia, la prostitución y las drogas. No hablo únicamente de nuestra realidad social, sino de visibilizar lo que creemos conocer. No estamos hablando del mismo público de la década del setenta u ochenta que parecían identificarse con los filmes venezolanos, sino de la negación actual a consumir nuestro cine por tratarse “de los mismos temas”. A pesar de ello, me ha parecido indocto rechazar los mismos argumentos en los filmes que, seguramente, han buscado la manera de ser tratados desde distintos ámbitos. Tal como lo señalaría Marc Ferró, y que me parece menester resaltar en esta oportunidad, pues estamos hablando no sólo de un registro cinematográfico, sino también de nuestro pasado político, económico y social. Es importante no desacreditar al público venezolano que asistió a las salas de cine y apoyó los filmes de los setenta, ochenta y noventa. Había entonces una consciencia social por parte de los venezolanos, a sentirse no sólo reconocidos en un filme, sino del apoyo incondicional hacía el autor y su obra, hablamos, pues, de la coyuntura del cine al convertirse en arma de denuncia durante aquellas décadas. Si, como muy bien lo ha mencionado Molina, y que debo acreditar en su ensayo cuando habla de “los locos del cine”, y su necesidad de no sólo mostrar una visión crítica, sino también de denunciar lo que la sociedad venezolana temía. Empero, cabría preguntarnos por qué el número de espectadores que asisten actualmente a ver cine venezolano, es escasamente un 2% del público que consumía nuestras películas cuarenta años atrás.
Lejos de la estética de la delincuencia, pero muy amenos a nosotros mismos. El film protagonizado por el Tío Simón pone de manifiesto las injusticias en las grandes fábricas y la lucha por las reivindicaciones laborales. "La Empresa perdona un momento de locura" habla del problema de clases y la relación patrón/empleado desde otra perspectiva.
Para la década de los ochenta el cine venezolano decide cambiar un poco la temática, dirigiéndose hacia los escándalos que estremecían al país. Pero siempre fieles a su cine, los cineastas de los ochenta no dudaron en reflejar el devenir y la cotidianidad de la sociedad. Así lo demostró una joven autora, Fina Torres, en su opera prima titulada “Oriana” (1985), trayendo a casa, la cámara de oro en el Festival de Cannes. Posteriormente, “Macu, la mujer del policía” de Solveig Hoogesteijn, impone nuevo record de taquilla al recaudar más de 19 millones de bolívares, siendo en la actualidad la tercera película más taquillera en la historia del cine venezolano. De esta manera, lo harían realizadores como Luis Alberto Lamata que con su doctorado y conocimientos en historia y literatura, ha filmado obras como “Jericó” (1991) alcanzando reconocimiento Nacional e Internacional con temas sacados de nuestra historia desde la perspectiva ideológica del autor.
Molina ha escrito un ensayo en retrospectiva a la historia más reciente del cine venezolano. Pero han pasado casi treinta años desde entonces, y las obras y autores que han surgido a partir de ahí, no han escatimado en aquella esencia que tanto nos ha definido. Tal vez se trate de una fidelidad a aquello que conocemos y queremos contar. Pero es importante no pasar por alto lo que Molina señala en su ensayo, cito: “la poca presencia de tres temas que han sido, son y serán fundamentales para comprender la sociedad venezolana: El petróleo, la niñez y el trabajo”. Ciertamente, no han sido tratados con la misma frecuencia en que se han contado temas como la violencia, la prostitución y las drogas. Pero hay que reconocer que no ha existido un público vasto que consuma cine venezolano, de documental, ficción e incluso cortos y mediometrajes.
Luis Alberto Lamata con su licenciatura en historia y su pasión por el cine, ha logrado traducir acontecimientos desde una estética totalmente cinematográfica. Prueba de ello, lo logra en su primer film Jericó
Ahora bien, no era únicamente la clase culta quienes asistían a ver nuestras películas, sino el venezolano que se despertaba temprano a trabajar y a sobrevivir en la ciudad. Pero actualmente, ¿Cuál es ese público que asiste a las salas de cine y apoya nuestra industria? Hay que reconocer una deficiencia, incluso en los propios cineastas, ya que debo hablar como estudiante de cine y futura realizadora, en no consumir cine venezolano. A grandes rasgos, no hablo únicamente por los últimos filmes, sino también los de hace cuarenta años. Alfonso Molina necesitó veinte años para hablar de nuestro cine. Yo diría que actualmente no sólo hemos avanzado en cuanto a industria, sino también en la temática. Hemos reconocido nuestra verdad en la actualidad y encontrado las formas de mostrarlo en pantalla, tal como lo hizo Gustavo Rondón con “La familia” y Marcel Rasquin con “Hermano”. Hemos analizado los hechos del pasado para traerlos al presente y abrir nuevas incógnitas, como lo ha demostrado Rober Calzadilla en su obra más galardonada “El Amparo”. O incluso una Mariana Rondón, cineasta mujer, que con “Pelo Malo”, no sólo nos trajo al país el Premio de la concha de oro en el Festival de San Sebastián, sino el interés de jóvenes realizadores que apenas se inician en la Industria del cine.
Podría continuar mencionando títulos de las últimas dos décadas que me llevaron a estudiar cine, pero no estaría centrándome en el problema principal. Existe una presunción en creer que todo nuestro cine es “igual”, un rechazo absoluto de vernos en pantalla. Ese público de la década de los setenta y ochenta ya no es un público tan joven y la juventud actual parece no importarse de nuestra cultura cinematográfica, reduciendo su argumento a: “todas las películas tratan de lo mismo”; menospreciando no sólo nuestra filmografía, sino también al autor, su obra y nuestro registro cinematográfico. No es sólo un rechazo de no querer ver en pantalla la realidad que tanto nos afecta, prefiriendo comedias de carácter de entretenimiento como “Papita, maní tostón”, donde no hay, siquiera, una presencia más cinematográfica, sino una historia que enganchó al venezolano desde un lenguaje que todos conocen y se identifican: el béisbol. ¿Se podría decir que es acaso la nueva manera que tiene el público venezolano de identificarse después del fenómeno de “Cuando quiero llorar no lloro”? Yo creo que hay un público que aprecia menos las películas venezolanas y nuevos realizadores que han tenido el reconocimiento y el aplauso de la mirada internacional, la pregunta es ¿Por qué no lo obtendrían aquí? Mientras sigamos con esa vaga concepción sobre nuestro cine, no podremos consolidar una Industria Cinematográfica como la hay en países latinoamericanos como, México, Brasil y Argentina. Es importante decirlo, y es el hecho de que estamos fallando en algo, y no es tanto en cómo hacemos nuestro cine sino en cómo lo vemos.
Referencia Bibliográfica:
--MOLINA, Alfonso. “Cine Nacional: 1973-1993. Memoria muy personal del largometraje venezolano.”
De acuerdo a la Biblia, ¿Son todas las religiones iguales?
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