Memorias en la Nada [Novela Original] II
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Esas eran las palabras, intercaladas entre una cantidad de equis, erres y yes. Por primera vez, el niño experimentó algo que aparentaba tener peso propio, algo que se aferraba a gran parte de su ser y luchaba por tumbarlo. Se trataba de una emoción cuyo nombre no conocía; quizá guardaba relación con lo que pudiese hallarse al final de la oscuridad devoradora a la cual nunca esperaba, ni pensaba esperar. Sin embargo, esta sensación traía consigo más cosas, una forma que se paseaba ahora mismo por su mente como un fantasma, y lo llamaba. De todo lo que hubiese encontrado antes, de todo lo que intentó dibujar en su pasado, la presencia amasaba más complejidad y perfección de lo que pudieron tener nunca las anteriores.
Sus manos temblaron ligeramente, se quedó paralizado por unos minutos mientras crecía en su interior la necesidad de volver al pequeño estudio a dibujar. Se agachó y tomó el libro para devolverlo a su sitio, no sin antes echarle un par de leídas a la frase. Luego se encaminó de regreso a la salida, esta vez sin correr. No sabía exactamente cuánto tiempo faltaba para la oscuridad, pero sabía que, aunque apareciese, su nuevo pensamiento lo mantendría lo suficientemente ocupado como para no asustarse. El miedo quizá ya se empezaba a disipar, aunque no podía tomarse como un hecho irreversible, es decir, muy posiblemente aquel efecto sólo era transitorio y se mantendría durante un período de tiempo desconocido, pero limitado.
La figura danzaba, giraba sobre sí misma, dejando una estela grisácea que seguía el compás de sus movimientos como si estuviese viva. Tenía rostro, algo diferente al suyo, y sus labios no dejaban de pronunciar su nombre: Aristo. El niño reconocía el movimiento de la boca, mas no escuchaba otra cosa sino un susurro lejano, un vestigio del cual intuía un tono claro y agradable. Al menos eso imaginaba. Aquello no era un niño como tal, no parecía serlo; sus movimientos eran más gráciles, atractivos en cierto modo, y los cabellos ondulados le llegaban a los hombros, un poco más abajo hacia la espalda, donde se centraban los más alargados. La confusión a la que suelen estar sometidas las imágenes mentales le impedía determinar el color y la forma de sus zapatillas, el significado de su mirada, que le resultaba imposible de interpretar, y los detalles de su atuendo.
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Zambulléndose en sus cavilaciones, el trayecto hacia la puerta se convirtió en un viaje extremadamente corto. Casi podría afirmar que los lugares se intercambiaron en su percepción de la realidad; sus pensamientos, el sitio informe donde la figura se removía y bailaba, pasó a ocupar el puesto de lo palpable, mientras que la biblioteca se convirtió en el fragmento de una meditación. Fue como un hechizo que lo llevó a encontrarse de golpe casi pisando el jardín de las flores. En ese instante, volvió en sí y se detuvo. Por primera vez sintió como si un vacío se cerniera alrededor de su pecho; se arrodilló y se sentó sobre sus talones. Con ambas manos sostuvo una de las flores, muy parecida a una rosa, y trató de olerla.
El aroma se ausentaba, no existía. La flor no estaba viva. Su materia era inanimada, algo que conocía como plástico; nunca la vio crecer, siempre estuvo allí. Y era lo mismo con las demás, las espiraladas y verticiladas, las simétricas y asimétricas, las rojas, azules, magenta, amarillas, naranja, doradas, blancas y verdes. Ninguna pasaba de ser una figura atemporal, al igual que su gran casa, una cosa con la cual no se podía interactuar. Pero ¿existía algo como eso? ¿Realmente se podía establecer comunicación con otra cosa? Desde su limitado punto de vista, no conseguía imaginarlo, aunque intuía que debía tratarse de esas actividades que se entienden y aprenden sólo en la acción.
Sin soltar la flor, dirigió su mirada al horizonte, pasando primero por la orilla de la isla y su desembocadura en el Gran Espejo. El ambiente no había cambiado, las nubes parecían estáticas a pesar del viento. Allí afuera existía algo, más allá de los confines de su pequeño mundo, que no terminaba de comprender; esta inquietud empezó a calar en su mente gracias a la figura, la cual parecía sugerirle, mediante ondas de pensamiento una idea que no se le había ocurrido. Se trataba de algo sencillo; no requeriría mayor esfuerzo del que gastaba en realizar el recorrido del trayecto de su casa a la biblioteca.
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Dejó la flor y se puso de pie. Rodeando el jardín, se detuvo a la orilla del desfiladero, donde la hierba escaseaba y la tierra se adhería con facilidad al calzado, preparándose para realizar su pequeña travesura. La isla servía simplemente para sostener su casa, la biblioteca y el jardín, sin contar el espacio cubierto de grama ubicado en medio del triángulo formado por los antedichos. Desde allí no conseguía averiguarlo, pero todo parecía apuntar a que la gran roca flotaba, que ni siquiera llegaba a tocar el espejo de allí abajo. El Gran Espejo, lo llamaba; una superficie plana que reflejaba el cielo con una claridad especial, casi perfecta. En alguna ocasión llegó a creer que se encontraba ante otro cielo, opuesto al suyo; no obstante, si se fijaba bien, las formas de las nubes de abajo eran las vivas imitaciones de las de arriba. Ahora, estaba a punto de hacer un descubrimiento curioso. Tras recoger una pequeña piedra, se asomó para mirar su propio reflejo, llevándose una decepción. Sólo veía el contorno de la isla al contraste con las nubes. Se preguntó si por lo menos la piedra que sostenía tendría su imitación. Estiró la mano, sin apartar la vista del espejo, y vio el puntito negro que surgía de la linde de la isla, cual si levitara. Sonrió, satisfecho. Pero aún faltaba algo por hacer, el verdadero objeto de su tentativa. Sus dedos, poco a poco, fueron extendiéndose mientras la mano giraba lo suficiente como para permitir que el pedrusco se deslizara a través del túnel en vertical que se formó antes de enderezar por completo sus falanges, falanginas y falangetas.
Una caída lenta aunque rápida, pensó. La ambigüedad de la percepción del tiempo era algo disfrutable para Aristo. Aunque en ciertas ocasiones todo parecía ser eterno, en otras se sorprendía de los muchos recuerdos que había acumulado. La piedra se deslizaba, halada por la fuerza gravitacional del espejo, con cierta oposición de aquello invisible que parecía acompañar todo el espacio vacío de su realidad. Se trataba del viento, el soplo que solía acariciarle y relajarle; no obstante, el peso del objeto era suficiente como para disipar los efectos de manera que el desvío de su trayectoria resultó imperceptible. Allá al final, justo en el momento en que el reflejo y la piedra estaban a punto de encontrarse, el corazón del niño dio un salto, pues se imaginó el resquebrajamiento de la superficie lisa. Quizá era lo más natural pensar que eso pasaría, dado que el espejo parecía frágil, pero lo que ocurrió fue diferente. Ambos, tanto piedra como reflejo, se fundieron al juntarse, y desaparecieron. Sin movimientos posteriores, sin secuelas, sin siquiera la mínima reacción, ya no hubo rastro del pedrusco durante los siguientes dos minutos, aproximadamente. Luego, ante los llamados a la paciencia de la figura en su mente, una fuerza le devolvió lo que había lanzado; el reflejo reapareció y la piedra subió a la altura de sus hombros como en el rebobinado de una película. Gracias a ello, se permitió sostenerla de regreso en su mano.
Había terminado el experimento. Su objeto no era el tratar de demostrar algo, según podía intuir, sino quizá la simple satisfacción del hambre de su vista, el observar otra grandeza del lugar al que pertenecía. Habiendo regresado la piedra al suelo, de inmediato sintió el llamado de su lápiz y sus páginas, allá dentro de la casa. Decidió echarse a correr. La manifestación que acababa de presenciar había sido excelsa, pero lo que se avecinaba, conjeturaba, sería mucho mejor. Subió los escalones que accedían al pórtico, cruzó la puerta principal, atravesó la sala de estar, dejando unas marcadas huellas de tierra negra, y se dirigió a las escaleras. En el pasillo del piso superior se encontró con tres puertas, dos de las cuales daban acceso a los dormitorios. La del fondo llevaba al estudio, una estancia más pequeña que las otras, la cual había remodelado luego que decidiera dibujar los ojos color todo. Una vez dentro de ella, lo primero que vio, al frente suyo, fue el atril artesanal, con su última página usada con trazos de un objeto deforme que había asociado con la palabra barco; frente al mismo, estaba su butaca azul, y a un lado, a menos de un metro, la mesa sobre la cual reposaban las páginas, tanto las usadas como las impolutas, y el único lápiz que siempre empleaba, con su afilada punta imperecedera.
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La iluminación era la adecuada para su estilo de la mano izquierda. La ventana se encontraba en la pared a su derecha, cerrada pero con las cortinas descorridas. Las paredes blancas servían para mejorar el ambiente fresco e inspirador. El niño caminó hacia la butaca, marcando en el piso sus suelas con los últimos residuos de la tierra que había traído, algo que no representaba problema alguno para la perfección de la casa puesto que en las siguientes horas desaparecerían, y, tomando el lápiz en primer lugar, se dejó caer sobre el cojín e inició el proceso de plasmar la imagen nueva. Retiró la página con el abstracto bosquejo, que parecía más un sombrero que otra cosa, y colocó una hoja en blanco. A continuación, se dedicó a su pequeño momento de concentración. Tomó una postura recta, apoyó las manos en sus rodillas y, cerrando los ojos, se entregó por completo a la figura insistente que había surgido de la frase en el libro. Hasta ahora no había oído la voz que salía de aquella boca sutil y fascinante, pero en esta ocasión, a tan sólo unos pocos segundos de empezar la meditación, escuchó claramente una solitaria palabra: Melinda. Aristo supo de una vez que se trataba de un nombre y, embelesado por el sonido del vocablo, se sintió con suficientes fuerzas para lograr la tarea.
Empezó a trazar las primeras líneas, superficiales pero visibles. Su intención era crear una guía para perfilar con mejor precisión; de hecho, era una técnica que acababa de deducir. Francamente, la nueva frase había causado cambios en su interior, de modo que, de un momento a otro, había pasado a ser una especie de artista experimentado. Su muñeca le ayudaba a realizar movimientos floreados y correctos, se deslizaba sobre el papel con velocidad impresionante, contorneando, sombreando, matizando. La vestimenta cambió un poco, aquel ancho traje se convirtió en un vestido camisero y unos leggins, más unas zapatillas simples sin ningún adorno. El rostro terminó adoptando una expresión pensativa pero relajada, con los ojos mirando hacia arriba, un tanto a la izquierda. La cabeza ladeada, los pies entrecruzados, uno frente al otro, los brazos levantados casi horizontalmente, los codos doblados levemente hacia abajo y las manos, con las palmas también hacia abajo, en una posición resuelta, con los dedos ligeramente curvados; era quizá un postura similar a las practicadas en el ballet. Los cabellos ondulados se notaban tan perfectos como en la visión; era una muchacha bien parecida, de singular belleza. Aristo no creía que alguien así pudiera existir, por ello se regocijaba en la sorprendente capacidad de creación de su imaginación.
Se propuso dibujarla unas cuantas veces más. Con un último movimiento de la mano, escribió en la esquina de la página «Melinda». Luego retiró el papel, colocándolo con cuidado en la cima del legajo de anteriores dibujos, tomó otro y empezó a trabajar de inmediato. Pasó horas allí sentado, proyectando a la muchacha en diferentes posturas y desde diferentes ángulos. La hizo sonreír, correr, sentarse, dar giros sobre un pie, en una especie de danza. Cada vez la detallaba más, le agregaba líneas, diferentes tonos de sombreado; se iba asemejando a una imagen realista, muy cercana a una fotografía. Usando sus dedos, aprovechando el poco sudor que cubría su piel, podía darle un degradado interesante a las sombras de las superficies sin cambios bruscos, como las mejillas, los brazos y piernas. Posteriormente remplazaría esta técnica por un mejor uso del lápiz, sirviéndose del pulso preciso que iba ganando.
Ya luego de unos veinte plasmados diferentes del personaje, Aristo cayó rendido en el pulido piso, boca arriba, exhausto por primera vez en un gran lapso de tiempo, pero no del mismo modo que cuando corría por los pasillos de la biblioteca, sino de una forma que le indujo a querer dormir, cosa que no se permitía desde hacía varias visitas a los libros. El tiempo que llevaba despierto equivalía a dos meses, aunque allí, en ese mundo apartado y particular, no existía tal cosa como los días y las noches, los meses y los años, ni las décadas ni los siglos. Sus ojos se cerraron; se sumergió en el espacio onírico de los sueños, donde Melinda lo acompañó a todas partes, riendo con él y correteando entre los más variados paisajes inconsistentes que el azar de las incoherencias del subconsciente les ponía delante.
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