La Aventura del Siglo: La Gran Batalla del Profesor Lugano vs El Nigromante Ochoa
La primera noticia que recibimos sobre el caso fue a través de un programa radial. Allí se informó sobre una serie de sucesos misteriosos relacionados con una casa abandonada muy cerca de nuestro lugar habitual de reunión.
Organizamos sobre la marcha un nuevo equipo de investigación paranormal para acompañar en una nueva misión al reconocido profesor Lugano, hombre acostumbrado a tratar con vampiros, fantasmas, zombies, espectros y acreedores de toda índole.
Una vez conseguidos los pertrechos necesarios para realizar una profunda investigación paranormal nos dirigimos sin demora hacia lo ominoso.
En una reunión previa, el profesor Lugano nos ilustró acerca de las características de la telequinesia, incorporando a su disertación algunas consideraciones sobre el capítulo de Perusa, que por cuestiones de espacio hemos resuelto omitir.
—Telequinesia —dijo el profesor— proviene del griego tele, que significa "lejos", y kineo, "muevo"; es decir, te muevo de lejos, o se mueve de lejos, o a lo lejos uno podría decir que se mueve.
La casa de la calle Vergara ya era una verdadera leyenda urbana para los lugareños y recolectores de residuos cuando el caso tomó estado público a través de los medios de comunicación. Se tejieron docenas de hipótesis para explicar los extraños fenómenos paranormales que ocurrían casi cotidianamente. Para informarnos sobre su historia edilicia recurrimos al teólogo y chapista Arturo Garnacha, quien nos puso al tanto de los hechos escandalosos que habían sumido al barrio en una profunda desesperación.
Reproduzco parcialmente el diálogo informativo que mantuvo con el equipo de investigación:
—La casa fue diseñada en 1907 por el arquitecto Carlos Terrada. Su construcción le costó la vida a dos albañiles, un peón, tres serenos y varios pollos y gallinas.
—Interesante —admitió Carlos Targeti, endocrinólogo de profesión y oscuro exégeta de los naipes—. Por la muerte de los serenos podemos conjeturar que los sucesos paranormales se desarrollaron principalmente durante la noche.
—Efectivamente —continuó Garnacha—. Pero lo realmente curioso es que la casa fue habitada por una sola persona en sesenta años: el conocido nigromante Alberto Ochoa. Luego de su muerte en 1967, también cubierta por un manto de oprobio, la casa fue abandonada.
—Sea preciso, Garnacha. ¿Cómo murió el brujo? —interrogó Gerardo Arismendi, filatelista.
—Sufrió un accidente fatal. La noche del 13 de abril de 1908, en una histórica partida de taba, hizo un lanzamiento con giro envolvente y puesta de culo: se quebró la columna.
—Interesante.
—Si.
—¿Qué?
—Que sí, interesante.
—¿Qué cosa?
—Lo de la taba y todo lo demás.
—Ah, sí, muy interesante.
El debate, sobrecargado de tensa erudición, se prolongó durante varias horas.
A continuación solicitamos un permiso especial de las autoridades para pernoctar en la casa embrujada. La suerte y la burocracia estuvieron de nuestro lado. Elevamos el pedido telegráficamente a la FIFA (Federación Internacional de Fenómenos Anormales) y se nos concedió la tan ansiada noche de vigilia entre los diabólicos muros.
En silencio, amuchados contra la oscuridad, nos dirigimos hacia la calle Vergara.
El equipo estaba completo: el profesor Lugano, Targeti, Arismendi, Garnacha, el vasco Andorramenorrea, formidable y dedicado urólogo, y quien les habla.
La casa tenía tres pisos y se alzaba majestuosa sobre la fachada. No parecía en absoluto abandonada, de hecho, se mantenía erguida con una imponente nobleza. Las ventanas estaban tapiadas con gruesos tablones. No tenía suministro de luz eléctrica, naturalmente, ni teléfono, ni excusado, ni bidet, ni lavamanos, ni felpudo de bienvenida.
Nos sentimos inmediatamente como en casa.
Antes de ingresar Targeti realizó las mediciones ectoplásmicas, protogeomagnéticas y mamográficas de rigor.
—¿El resultado? —preguntó Garnacha.
—Dudoso.
—¿Lecturas ambiguas?
—Quizás.
Luego de intercambiar algunas palabras fuertes Garnacha aclaró el resultado que arrojaban sus mediciones.
—80% de humedad, nubosidad variable, chaparrones aislados. —pronosticó, lacónico.
Con sumo respeto subimos los cinco escalones de mármol de la entrada. Abrimos la puertas. Al principio nos costó acostumbrarnos a la penumbra, hasta que Arismendi sugirió sagazmente que encendiéramos las linternas.
Lo hicimos; mejor dicho, accionamos los interruptores, sólo para comprobar el primer fenómeno perturbador de aquella noche de locura.
—¡Son fuerzas larváticas! —chilló Targeti—. ¡Criaturas del bajo astral! Generan un campo electromagnetogaseoso que impide la correcta vibración de los filamentos de las bombillas. ¡Hay que joderse!
Debatimos durante media hora sobre los pasos a seguir. Modestamente sugerí que revisáramos las baterías. El medidor de voltaje arrojó un dato tan objetivo como inquietante: funcionaban correctamente.
—!Pedibus fugit! ¡Ambulemus à merde! —gritó, histérico, el profesor Lugano, combinando algunos rudimentos del latín con el argot parisino del siglo XIX.
Los más empiristas del grupo, principalmente Garnacha y Andorramenorrea, especularon que tal vez el boludo de Targeti había conseguido linternas averiadas.
El resto de nosotros se rehusó a aceptar explicaciones simplistas.
Con renovados bríos encaramos la investigación. Garnacha y el profesor Lugano, quien posee una agudísima visión nocturna, abrían la marcha. Andorramenorrea, yo, Targeti y Arismendi cerrábamos la retaguardia.
Con un gesto de la mano el profesor Lugano nos ordenó que detuviéramos la marcha.
Se adelantó unos pasos, luego giró hacia nosotros y susurró.
—Ectobosta.
Efectivamente, delante vimos una extraña formación que oscilaba entre lo opaco y lo fluorescente. Danzaba en el aire como una esfera de terciopelo, similar a un kiwi de proporciones ciclópeas.
Poco a poco la forma fue cobrando una silueta antropomorfa. Se reveló el perfil de una mujer joven, de unos 25 años, quizás. El etéreo cabello flotaba sobre los hombros desnudos. Nos quedamos paralizados. Entonces el espectro habló:
—S-odu tole p'-ed ag n'am.
—¡Revélate, espíritu blasfemo, mugriento! —ordenó Garnacha.
—O-tu pa'j-ei vut ai-c'us.
En este punto crítico Targeti presentó su crucifijo.
Acompañó ese gesto de audacia desenfundando el revólver que siempre llevaba consigo. Coordinadamente con los primeros versos del Exorciso Te disparó varias veces al aire.
Presumiblemente la mujer espectral carecía de materia física, y aunque no sufrió heridas de consideración el estruendo debió asustarla porque se desvaneció ante nuestros ojos.
Pronto sentimos que la atmósfera se cargaba de un aire pesado, fétido, pestilente. Sabíamos que aquel fenómeno normalmente era un preludio de manifestaciones telequinéticas más intensas.
Primero escuchamos una serie de ruidos sin poder determinar su origen. Los más optimistas los atribuyeron a la compota de ciruelas que habíamos dado cuenta antes de ingresar a la casa, con propósitos lavativos. Pero todo nos hizo pensar en algo más que simples ebulliciones gástricas.
De pronto sentimos que algo sobrevolaba sobre nosotros: un aleteo infernal y vizcoso. Nos rodeaba manteniéndose lejos de nuestro campo visual.
Transcribo a continuación los gritos que proferimos en la confusión del momento:
—¡Tiene alas!
—Presumiblemente, dos.
—¡Nos rodea! ¡Nos rodea! ¡In media res!
_¡Paloma infernal! ¡Pájarraco del averno! ¡Cuervo impío! ¡Plumífero blasfemo! ¡Gallina puta!
—Clamo te, Domine. Risui infernalis, vade retro ¡Coitus interruptus!
—¿Quién me tocó?
—Fascinante manifestación.
—Oigan, manga de trolos, ¿quién me tocó el culo?
—...
Así como apareció la figura alada se desvaneció repentinamente. El silencio fue roto únicamente por nuestros jadeos, gemidos, y las enojosas flatulencias que Arismendí solía despedir en momentos de gran tensión emocional.
Tras unos instantes de incertidumbre logramos recomponernos. Garnacha sugirió que revisáramos la casa en dos grupos separados. Targeti y Lugano opinaron que lo mejor era mantenernos juntos y que además era empíricamente imposible que dos grupos no estuviesen separados.
Decidimos encarar la situación con temeraria voluntad.
Nos dirigimos al sótano.
Bajamos con precaución la traicionera escalera caracol. Un silencio antinatural nos ataba los labios. Así, fruncidos, notamos una voz cavernosa proveniente de las dependencias inferiores del sótano.
—¿Quién osa perturbar el reposo de los muertos?
—¡Te ordenamos que abandones toda actividad preternatural y que te hundas en el abismo pestilente que te ha engendrado, espíritu solaz! —gritó Lugano.
—Je je je. —respondió, desafiante, el espectro.
Entonces fuimos testigos de la mayor manifestación telequinética de la historia del barrio.
De todos los rincones del sótano nos arrojaban objetos contundentes. Algunos eran verdaderos proyectiles ectoplásmicos. Se generó una especie de campo magnético donde todo se movía y se atraía y se rechazaba al mismo tiempo.
En la penumbra alcanzamos a ver la prolija dentadura postiza del vasco Andorramenorrea, volando como arrojada por la mismísima honda de David.
El campo telequinético era tan intenso que hasta Garnacha, quien había sufrido una deformación en los testículos a causa de un derechazo fortísimo, alcanzó a sentir los primeros efectos vasodilatadores que los antiguos romanos llamaban Erectio ab initio.
—¡Siento qué se mueve! —exclamó Garnacha, lleno de júbilo.
—¡Todo se mueve, hombre! —suscribió Lugano— ¡Es el pandemonium!
Todo parecía anticipar un ignominioso final.
El campo energético nos absorbía hacia la cuarta dimensión. Nos aferramos de donde pudimos. Entonces se escuchó un alarido gutural, casi femenino. Era Arismendi, quien se había aferrado indecorosamente a la recuperada potencia viril de Garnacha.
—¡Me resbalo, Garnacha
—¡Agárrese fuerte, Arismendi! ¡Lo más fuerte que pueda! —alentó Garnacha, poseído.
Pero el vórtice energético era tremendo. Nos arrastraba inevitablemente hacia la negrura.
Entonces surgió el coraje de nuestro líder, el profesor Lugano, tal vez el único capaz de encontrar una via de escape en medio de la desesperación generalizada.
Vio que en un rincón del sótano había algo que no se movía, algo que parecía ajeno a las poderosas fuerzas de atracción que nos barrían hacia la noche eterna.
Dedujo que el objeto inmóvil estaba más allá de las influencias del espectro, que no era otro que el nefasto nigromante Ochoa.
¿Cómo lo supimos?
Una voz sobrenatural evacuó esa incertidumbre:
—¡Soy el nigromante Ochoa! ¡Váyanse todos a la concha de su madre!
En un esfuerzo inhumano, indiferente a las admoniciones sacrílegas del esperpento, el profesor Lugano estiró un brazo salvador hacia el objeto inmóvil.
¡Era la taba que le había costado la vida!
Con la aguda puntería que era proverbial en él, Lugano lanzó el lúdico hueso hacia el espectro.
Lo alcanzó de lleno en las bolas.
El infame y corrupto nigromante se debatió entre aullidos y promesas de venganza. El mismo campo magnético que segundos antes nos atraía inexorablemente ahora comenzaba a ejercer su influencia sobre él.
Ochoa desapareció en el vórtice y nunca más se supo nada sobre él.
Salimos a la noche con la íntima satisfacción del deber cumplido.
Los vecinos nos recibieron en la acera y nos ofrecieron jugosas vituallas a modo de agradecimiento; pero nosotros, equipo austero y honorable, replicamos que la mejor recompensa era un fuerte apretón de manos y la promesa de una amistad duradera.
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