It's not easy being me. I mean, try maintaining this mane without a team of feline stylists. I was born a Maine Coon, I know, I know... pure furry royalty. My lineage dates back to the days when we cats ruled the northern granaries and humans were only good for opening cans and admiring us. Some think I'm exaggerating. Poor fools.

My body is long, strong, sculpted. Not because I say so, but because every time I walk in front of the mirror, I can't help but stop and contemplate that image worthy of a Renaissance oil painting. The silver and gray tabby pattern of my fur is no coincidence: I chose it before I was born. And my tail... oh, my tail! It's so long and elegant that it's often mistaken for a luxury scarf.

My mane around my neck isn't just hair, it's character. It gives volume to my authority. When I walk around the house, it follows me around like a medieval king's cloak. And those tufted ears, oh my! They're not just ears: they're antennae of elegance, instruments of selective listening to ignore irrelevant human commands, like "Get off the table!" or "That won't scratch!"

My yellowish-green eyes have that gleam of wisdom and suspicion that only great leaders possess. I'm always observing... judging. And my whiskers, white and firm, are like ultrasonic sensors to detect if the food you gave me isn't, shall we say, of the highest gourmet quality.

And yes, I admit it: I have a presence. A commanding presence. A perfect blend of nobility, selective laziness, and the firm conviction that everything in this house, from the armchair to your computer, is mine. You only live here because I allow it.

So the next time you see me stretched out like a sphinx on the back of the sofa, remember this: I'm not sleeping, I'm governing. From the comfort of my feline empire.

No es fácil ser yo. Quiero decir, intentá mantener esta melena sin un equipo de estilistas felinos. Nací Maine Coon, lo sé, lo sé… pura realeza peluda. Mi linaje se remonta a los tiempos en que los gatos gobernábamos los graneros del norte y los humanos solo servían para abrir latas y admirarnos. Algunos creen que exagero. Pobres ingenuos.

Mi cuerpo es largo, fuerte, escultural. No porque lo diga yo, sino porque cada vez que paso frente al espejo no puedo evitar detenerme a contemplar esa estampa digna de un óleo renacentista. El patrón “tabby” plateado y gris de mi pelaje no es casualidad: lo elegí antes de nacer. Y mi rabo… ¡ay, mi rabo! Es tan largo y elegante que muchas veces lo confunden con una bufanda de lujo.

Mi melena alrededor del cuello no es solo pelo, es carácter. Le da volumen a mi autoridad. Cuando camino por la casa, me sigue como una capa de rey medieval. Y esas orejas con mechones, ¡por favor! No son simples orejas: son antenas de elegancia, instrumentos de escucha selectiva para ignorar órdenes humanas irrelevantes, como “¡Bajate de la mesa!” o “¡Eso no se rasca!”

Mis ojos, verde amarillento, tienen ese brillo de sabiduría y sospecha que solo los grandes líderes tienen. Siempre estoy observando… juzgando. Y mis bigotes, blancos y firmes, son como sensores ultrasónicos para detectar si la comida que me diste no es, digamos, de la más alta calidad gourmet.

Y sí, lo admito: tengo presencia. Una presencia que impone. Una mezcla perfecta de nobleza, flojera selectiva y la firme convicción de que todo lo que está en esta casa, desde el sillón hasta tu computadora, es mío. Vos solo vivís acá porque yo te lo permito.

Así que la próxima vez que me veas estirado como una esfinge en el respaldo del sofá, recordá esto: no estoy durmiendo, estoy gobernando. Desde la comodidad de mi imperio felino.

Las fotografías y el texto son de mi autora.