Sopla la brisa en la gélida noche de San Sebastián, Frank Hofman está sentado en la recepción de la posada “Tu destino”, de aquella solitaria calle. Tres toques de aldabas apagan momentáneamente el incansable tic tac del reloj de pared.

–Adelante –dice –parado en el umbral.

Es encorvado, escondido dentro de su espeso sobretodo negro, sus ojeras grandes y profundas casi no dejan espacio para sus ojos de conejo.

La joven entró mirando todo a su alrededor, el gran reloj de péndulo colgado en la pared, una cabeza de alce, la hermosísima alfombra persa, una escalera de caoba en forma de caracol que daba a la buhardilla.

Se detuvo frente al escritorio que hacía de recepción y se registró:

–Beatriz Mindler –Vengo del sur, y solo pasaré una noche, mañana muy temprano tomo el primer tren para la capital.

La escalera crujía a su paso camino a la buhardilla, un gato negro maulló y se acercó a ella, la siguió hasta la puerta de su habitación y, sin que pudiera evitarlo, entró con ella, corrió con la suave agilidad que solo ellos saben hacerlo y se posó sobre la blanca sábana de la cama.

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No se había cambiado aún cuando tocaron la puerta, el gato se escondió debajo de la cama, ella la abrió sin quitar la cadena de seguridad.

–Me olvidé de decirle que en caso de emergencia debe tocar una campana de bronce que está en la mesita de noche, yo vendré rápidamente.

–Gracias, señor –dijo Beatriz–, luego trancó la puerta asegurándose de que estuviera bien cerrada.

Se tiró en la cama sin ni siquiera abrir el equipaje y se quedó dormida. Comenzó a soñar con el viaje, llegó tarde a la estación, no la querían dejar montar en el tren, el maquinista era el Señor Hofman, sus padres le recriminaban haber perdido su cupo en el Conservatorio.

Abrió los ojos desorbitadamente tratando de ver y no lograba ver nada; oscuridad total ante ella, se pasó las manos por los ojos, caminó por todas partes buscando el interruptor de la luz, tropezó con objetos extraños. Pensó en la campana, tanteó en la mesita de noche y no la encontró, estaba a punto de gritar cuando los ojos del gato iluminaron la habitación, se enredó en sus pies, y acarició sus pantorrillas con el rabo: todo se fue iluminando lentamente hasta quedar cubierto por una delicada luz de yodo.

El gato negro se asomó a la ventana que daba al balcón, saltó a la empedrada calle y se quedó mirándola. La escalera de caracol dejó escuchar unos pasos que subían.

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Beatriz tomó su equipaje y lo lanzó a la calle, hizo una cuerda con las sábanas para bajar sigilosamente, tomó al gato y caminó presurosamente hacia la estación, el sonido de sus tacones despertaba la calle.

Dentro de la posada, en la puerta de su buhardilla, Frank Hofman, con un extraño objeto en la mano, la llamaba incesantemente:

-Joven, joven, abra la puerta un momento, por favor.

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