La primera vez que vi a Ronnie lo vi como alguien a quién debía respetar y, a la vez, como a alguien a quien querría tener de amigo. No me pregunten por qué, sólo lo sentí y ya.

Yo no soy del tipo chismoso y en caso de tener curiosidad, espero a tener confianza con la otra persona antes de hacerle preguntas que suenen lo más casuales posible. La escena en la que me invita a su cuarto para buscar una herramienta y veo la variedad de estos utensilios que poseía aún me persigue en sueños.

Si él usaba trajes la mayor parte del tiempo y casi no se le veía sucio, ¿para qué necesitaba tantas herramientas? Una de las razones por las que él captó mi atención desde el inicio era que Ronnie hablaba con un tono de voz neutral, muy rara vez salpicado con jerga local y era muy bueno en reparaciones de todo tipo y sabía un montón de cosas.

La pesadilla empezó el día en que yo volvía del gimnasio tras practicar natación. Estaba cansado y me comía un sándwich mientras llegaba al estacionamiento cuando un par de tipos se me acercaron y me atacaron. Todo terminó tan rápido como comenzó. Con la nariz sangrante, sentí que tiraban de mi brazo izquierdo.

—Vamos, ponte de pie.

Ronnie me arrastró hasta su carro y condujo fuera de la ciudad.

Ronnie me arrastró hasta su carro y condujo fuera de la ciudad. En medio de las prisas y del dolor causado por la golpiza que recibí, noté que sus cosas y las mías sino todas estaban en el asiento del pasajero. Apoyado en la puerta del copiloto y con la nariz sangrando me sentía como un niño regañado. No dejaba de pensar en que, tan pronto las cosas se calmaran, le preguntaría a Ronnie por los tipos que me atacaron.

Cuando llevábamos dos horas en la carretera, no aguanté más el misterio.

—¿A dónde vamos? —mi voz sonaba rara y respirar dolía.

—A casa de tu papá.

—¿Por qué? —lo último que quería era ver al viejo ese. Como si no me hubiese dado suficientes problemas ya.

Su vida privada era de todo menos privada. Sus decisiones me convertían en el foco de conversación en la escuela y en la universidad y, a la hora de conseguir trabajo, su fama me precedía y me rechazaban los currículos. El trabajo que conseguí fue gracias a un amigo suyo que se compadeció de mi situación.

—Yo no me llevo bien con él. Llévame a otra parte —ordené. Pensé que, si mi padre lo había contratado, me vería a mí como el hijo de su empleador y me obedecería.

—Tú no eres mi jefe. Ahora cállate si no quieres volver a moquear sangre.

Estuve molesto y resignado todo el camino. Sentí hambre y, justo cuando abrí la boca para pedirle permiso para buscar algo soltó:

—No tienes que pedirme permiso. Si tienes hambre, come.

Aparte de molesto y fastidiado también me asusté y mis maquinaciones de fuga fueron echadas en la papelera de reciclaje. Cuando finalmente llegamos, descubrí que estábamos en una casa que nunca había visto. No dejaba de pensar que, de salir mal las cosas, podría morir sin que nadie se diera cuenta.

Ronnie me guio dentro del inmueble y, tras pasar una puerta que daba a un gran salón, vi a Lorenzo Méndez el amigo de mi padre.

La presión en mi pecho se desvaneció. Mi ceño fruncido fue reemplazado por unas cejas enarcadas que relajaron los músculos de esa zona de mi cara. Lorenzo me invitó a sentarme y dio la orden a Ronnie de tomarse un descanso.

Lorenzo me contó que papá tomó la decisión más estúpida en la historia de sus decisiones impulsivas e hizo que le mataran. Como era natural, las deudas de los padres suelen pasar a los hijos y los tipos iban por mí.

Me imaginé que Lorenzo, al ser como un padre para mí, Ronnie lo llamó como tal.