Diego. Matando el aburrimiento.

Me han dejado un estúpido sobre con mi nombre en una de las máquinas de hielo. Tiene mi nombre perfectamente delineado. Me fascina ver el contraste de las letras sobre el blanco perfecto. Me importa un bledo lo que pueda decir.

Puedo imaginar el contenido. Todo está relacionado con el sedán oxidado que aparece casi todos los días. El tipo se me hizo conocido. Creo que lo he visto en alguna de estas carreras por dinero. Le debo mucho dinero a algunos de estos tipos del barrio. Casi ninguno tiene los guebos para venir por su plata. Imagino que quieran intimidarme con estos jueguitos de gánster.
Cuando he ido por café encuentro al jodido supervisor jugando al solitario en el ordenador de la oficina. Parece flotar con el aire denso del café. Ni siquiera me mira. Solo imagina que imagino que es un pequeño tipo esmirriado, que alguien del tinglado ha puesto una gorra, una jodida placa de supervisor y un puestecito. Puedo literalmente masticar al puto supervisor y al tipo que pierde tiempo en el auto azul.
Me dice con su voz de alguien que está siendo estrangulado. "La gente es rara", yo solo disfruto el café. Tengo una libreta donde, en mis tiempos libres, dibujo las disímiles formas en las que puedo hacerle un infierno al supervisor. Aunque es un tipo que tiembla solo de ver mi estatura y mis malos modales, me entretiene dibujar su atuendo de bestia anclada al sistema.
La basura comienza a oler fuerte, he estado acomodando neumáticos desde las seis de la tarde. Tienen el peso adecuado para continuar con mi rutina de ejercicios. Me decido por sacar toda la basura y recuerdo que el tipo ayer estaba sobre las 2.17 a. m., sentado cómodamente en su trasto azul oxidado. No hacía nada, solo pasar el tiempo y disimilar su vida de pequeño sicario.
La bombilla de la gasolinera, deja ver mi cuerpo. Tengo unos brazos que miden treinta y cinco centímetros. Al dejar el carrito de la basura, le he pegado un fuerte puñetazo que lo he doblado hacia adentro como si se tratase de una frágil cartulina. Me he vuelto a mirar al tipo y no he encontrado sus ojos. Tiene una sombra bajo la gorra que me ha parecido un abismo. Ha encendido el carro y se ha puesto en marcha de inmediato.
Vuelvo a mi entretenida tarea de acomodar los neumáticos. Pienso detenidamente en el tipo. Quiero recordar en qué lugar lo he visto. Seguro que no va a volver a molestar. No es el primero, no será el último que pruebe uno de mis puñetazos. Los dientes se les aflojan con suma facilidad. Tengo mis técnicas. Lucho de vez en cuando por dinero. Me apodan Diego, el castigador. Algunos me ven con este traje estúpido que tengo que usar. Pero los puños tienen esta mágica condición de aclarar las ideas. Guardo el sobre por pura curiosidad. En algún momento puede que me aburra. Entonces puedo ir a buscar unas manoplas que tienen cuidadosamente marcadas las letras de mi nombre en los nudillos. Son jodidamente hermosas, se contrasta el rojo de la sangre con el color dorado. Las limpio del polvo y la humedad. Me pongo una sudadera cómoda y puedo caminar por toda la ciudad. Soy, a fin de cuentas un hijo de hombre. Un rey bajo sus propias reglas. No necesito dinero. ¿O lo necesito? Puedo vivir dibujando al puto supervisor hasta el cansancio.
Este sobre es como una invitación a romper mi rutina. Es un pequeño tesoro para practicar. El miedo no fue hecho para mí. Es la segunda noche que espero al del sedán azul óxido de chatarra. Lo espero con un poco de decepción, porque seguro algún hijo de su madre le ha dicho sobre mi apodo. Es un gatito que debería temerme. Tomo más café de lo habitual. El aburrimiento me corroe. Saco por enésima vez el sobre y aprecio las letras uniformes. Me tomo el tiempo de imaginar la cara del que escribía sin saber para quién enviaba una carta.
Voy a revisar la máquina de café. La conecto y espero el dulce tufillo, el humo condensando mis ideas. Comienzo a silbar una cancioncilla, mientras recreo mi encuentro con estos pequeños yakusas, cuando les muestre el sobre y comience a romper dientes y partir cabezas.

They left me a stupid envelope with my name on it in one of the ice machines. It has my name perfectly outlined. I'm fascinated to see the contrast of the letters on the perfect white. I don't give a damn what it might say.

I can imagine the contents. It's all related to the rusty sedan that shows up almost every day. The guy looked familiar. I think I've seen him in some of these money races. I owe a lot of money to some of these guys in the neighborhood. Hardly any of them have the guts to come for their money. I guess they want to intimidate me with these little gangster games.
When I've gone for coffee I find the fucking supervisor playing solitaire on the office computer. He seems to float in the thick coffee air. He doesn't even look at me. Just imagine that I imagine he's a little skimpy guy, that someone in the racket has put a cap on, a fucking supervisor badge and a little stall. I can literally chew the fucking supervisor and the guy wasting time in the blue car.
He tells me in his voice of someone being strangled. “People are weird,” I just enjoy the coffee. I have a notebook where, in my spare time, I draw the dissimilar ways I can give the supervisor hell. Although he's a guy who trembles just to see my height and my bad manners, I am entertained by drawing his attire of a beast anchored to the system.
The garbage begins to smell strong, I have been accommodating tires since six o'clock in the evening. They are just the right weight to continue my exercise routine. I decide to take out all the garbage and remember that the guy yesterday was around 2:17 a.m., sitting comfortably in his rusty blue junk. He wasn't doing anything, just passing the time and dissimulating his life as a little hitman.
The gas station light bulb reveals my body. I have arms that measure thirty-five centimeters. When I left the garbage cart, I punched it so hard that I bent it inward as if it were a fragile piece of cardboard. I turned to look at the guy and couldn't find his eyes. He has a shadow under his cap that looked like an abyss to me. He has started the cart and has started immediately.
I go back to my entertaining task of fitting the tires. I think carefully about the guy. I want to remember where I've seen him. Surely he's not going to bother me again. He's not the first, he won't be the last to try one of my punches. Their teeth come loose very easily. I have my techniques. I fight for money from time to time. They call me Diego, the punisher. Some people see me in this stupid suit I have to wear. But fists have this magical condition of clarifying ideas. I keep the envelope out of pure curiosity. At some point I might get bored. Then I can go get some mittens that have carefully marked letters of my name on the knuckles. They are fucking beautiful, contrasting the blood red with the gold color. I clean them from dust and moisture. I put on a comfortable sweatshirt and can walk all over town. I am, after all, a son of man. A king by his own rules. I don't need money. Or do I? I can live drawing the fucking supervisor to exhaustion.
This envelope is like an invitation to break my routine. It's a little treasure to practice. Fear wasn't made for me. This is the second night I've waited for the one in the rust blue junkyard sedan. I wait for him with a bit of disappointment, because I'm sure some son of his mother has told him about my nickname. He's a pussycat who should be afraid of me. I drink more coffee than usual. Boredom eats away at me. I take out the envelope for the umpteenth time and appreciate the uniform lettering. I take the time to imagine the face of the person who wrote without knowing for whom he was sending a letter.
I go to check the coffee machine. I plug it in and wait for the sweet whiff, the smoke condensing my thoughts. I start whistling a ditty, as I recreate my encounter with these little yakusas, when I show them the envelope and start breaking teeth and cracking heads.