La Dama de Piedra y Hierro
En una tranquila calle de la ciudad, donde el tiempo parece haberse detenido, se alza una vieja dama de piedra y hierro: un edificio que guarda en su fachada los susurros de muchas décadas. Su historia comienza en una época donde los carruajes cruzaban lentamente la avenida y los faroles eran encendidos al anochecer por un hombre con sombrero de copa.
Construido por un arquitecto francés enamorado del neoclasicismo, este edificio fue en su tiempo símbolo de elegancia y modernidad. Cada balcón de hierro forjado fue cuidadosamente diseñado, cada moldura esculpida con precisión casi poética. Las ventanas altas y sus contraventanas de madera fueron pensadas para dejar pasar la brisa de primavera y los rayos dorados del atardecer.
En el segundo piso, una familia solía tomar el té mientras escuchaba los sonidos de la ciudad. En el tercero, una joven pianista practicaba cada tarde, su música escapando por los ventanales abiertos, flotando sobre los adoquines hasta el atardecer. El último piso, escondido entre las mansardas, fue hogar de un escritor que pasaba sus días observando el ir y venir de la gente, buscando inspiración en el murmullo urbano.
Con el paso de los años, el edificio envejeció, sus muros se agrietaron levemente, la pintura se desgastó, pero su alma sigue intacta. Hoy, entre aires acondicionados modernos y ropa colgada al sol, sigue siendo testigo silencioso de nuevas historias, de vidas que se entrelazan sin saberlo bajo su sombra centenaria. Y aunque el mundo a su alrededor haya cambiado, ella permanece, orgullosa y serena, guardiana de un pasado que aún respira entre sus paredes.