Clásico del Domingo

Era domingo, y como manda la tradición, el cielo estaba despejado y el olorcito a brasas ya flotaba en el aire del barrio. En la casa de los Martínez, el ritual estaba por comenzar. Don Ricardo, con la experiencia de mil asados en el lomo, ya tenía el fuego a punto y la tapa de asado lista para encarar la parrilla.

—¡Traeme los chorizos! —gritó desde el patio, con el delantal manchado de gloria.

Los chorizos, recién comprados en la carnicería del Tano, estaban esperando su momento estelar. La tapa de asado ya empezaba a largar ese juguito que prometía un manjar, mientras las papas al horno —con ajo, romero y un toque de manteca— se doraban despacito adentro de la cocina.

La familia entera sabía que ese momento era sagrado. Se abría un vino tinto, se picaba un poco de queso y salame, y la charla fluía entre risas, fútbol y alguna que otra anécdota exagerada.

—Esto no es comida, es una ceremonia —decía Don Ricardo mientras daba vuelta la carne con su tenedor largo.

El primer chorizo salió doradito, con la piel crocante. Alguien le puso chimichurri, otro le metió pan y armó el clásico choripán. La tapa de asado seguía su danza sobre el fuego, agarrando ese gustito ahumado que no se logra en ninguna otra parte del mundo.

Cuando finalmente salió todo, se hizo silencio por un instante. Ese silencio donde todos prueban el primer bocado y solo se escucha el crujido de las papas al horno.

Después, sí, volvieron las risas, los brindis, y ese sentimiento que sólo se entiende acá: que el asado no es solo comida, es un abrazo al alma.