La Laguna Esmeralda
En lo más profundo de un valle rodeado de colinas cubiertas de pinos y robles centenarios, existía una laguna cristalina conocida por los lugareños como Laguna Esmeralda. Su nombre se debía al peculiar tono verdoso que adquiría el agua cuando el sol se alzaba sobre el horizonte. Pero más allá de su belleza natural, lo que verdaderamente la hacía especial era la presencia de una bandada de patos blancos que habían habitado sus aguas por generaciones.
Estos patos no eran comunes. Sus plumas eran tan blancas que relucían como nieve recién caída, y sus picos anaranjados parecían siempre dibujar una sonrisa. Eran criaturas pacíficas, curiosas y con una extraña sabiduría en la mirada. Los aldeanos contaban historias sobre cómo los patos de la laguna eran los guardianes de los secretos del bosque y que, si uno pasaba suficiente tiempo observándolos, podía escuchar en sus graznidos antiguas canciones que hablaban del origen del valle.
Cada mañana, al despuntar el alba, los patos salían de su pequeño refugio entre los juncos del extremo norte y nadaban lentamente hacia el centro de la laguna. Su nado era armonioso, como una coreografía milenaria aprendida por instinto. Se deslizaban sobre el agua en silencio, dejando estelas suaves que desaparecían con el viento. A veces se sumergían brevemente en busca de alimento, y otras simplemente flotaban, mecidos por la corriente suave del amanecer.
Pero un día, la rutina se vio interrumpida. Una fuerte tormenta azotó el valle. El cielo, antes azul y despejado, se cubrió de nubes densas y grises. El viento aullaba entre los árboles, y la lluvia caía como cortinas de cristal. Durante tres días y tres noches, la laguna se agitó violentamente. Nadie vio a los patos. Los aldeanos, preocupados, temieron que hubieran huido o, peor aún, que hubieran sido arrastrados por las aguas turbulentas.
Cuando al fin el sol volvió a salir, la laguna estaba cubierta de ramas, hojas y restos de árboles. Era un paisaje triste y gris. Sin embargo, al mediodía, justo cuando el reflejo del sol tocó el centro de la laguna, se escuchó un débil graznido. Luego otro. Y otro más. Desde los juncos emergieron uno a uno los patos blancos, ilesos pero cansados. Habían encontrado refugio en una cueva junto a una pequeña cascada oculta, donde esperaron a que la tormenta pasara.
La alegría volvió al valle. Los niños corrieron a la orilla para verlos, y los ancianos contaron cómo en su juventud también habían presenciado el regreso milagroso de los patos tras una gran tormenta. Desde ese día, cada año, los aldeanos celebraban el Día del Retorno, una festividad con música, linternas de papel y panecillos en forma de patos blancos. Y en la laguna, los protagonistas nadaban tranquilos, como si nada hubiera pasado, orgullosos de su papel en el corazón de la comunidad.
Porque los patos blancos de la Laguna Esmeralda no solo eran aves que nadaban en un espejo de agua; eran símbolo de esperanza, resistencia y la belleza de lo eterno en medio de lo cambiante.
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