Empezó la feria.
Las puertas de La Rural aún estaban cerradas al público, pero dentro del predio el bullicio era constante. Era el día de armado de stands, y yo llegaba con cajas de libros, una carpeta con horarios de firmas y un termo de mate bajo el brazo.
Nuestro espacio era el 312 del pabellón azul. Apenas una estructura metálica desnuda, con paneles blancos y el piso aún por limpiar. Imaginé cómo se vería al día siguiente, con estanterías llenas y lectores curioseando entre los títulos.
Con mi compañero descargamos las cajas del utilitario. Algunos libros eran novedades; otros, aquellos que siempre nos piden aunque pasen los años. Mientras él comenzaba a armar las repisas, yo desplegué el cartel con nuestro logo: un sol de tinta saliendo de entre las hojas de un libro. No era enorme, pero era nuestro.
Las horas pasaron rápido. Entre lijas, tornillos y pruebas de luces, el stand empezó a tomar forma. Un escritor amigo se acercó para saludar y ayudó a acomodar una pila de sus ejemplares. "¿Y si le ponemos una guirnalda de luces acá arriba?", propuso. Le dimos el gusto.
A última hora, ya con todo en su lugar, nos alejamos unos pasos y lo miramos como si fuera una pequeña obra de arte. Me imaginé la fila para la firma del sábado, los chicos sentados en el rincón de lectura, y ese murmullo inconfundible de la feria cuando está en pleno movimiento.
Salimos cansados, con las manos llenas de polvo y los corazones un poco más livianos. Mañana empezaba la feria. Mañana llegaba la gente.
Y eso, para nosotros, lo cambiaba todo.